Gabilondo hablando de subir o no subir impuestos, con su duda o su pachorra de señor que hace barquitos de botella. Ayuso con su cerveza propia, con su tortilla propia, como Pío Nono con su pionono; o Ayuso con su hospital Zendal, entre caja de Lego y portaviones contra el virus. Iglesias en Vallecas, como un falso faquir, como un Lenincito con puñito cartelero, más de Poli Díaz que de segador, ahí horadando o sopeando en la conciencia de clase como en un huevo frito. El dinero, el virus, los bares, el ambulatorio, los pregones obreros idénticos como chimeneas industriales, la derecha con su monederito, Sánchez con su soso y la izquierda con sus migas. Así era la campaña de Madrid antes de que, por lo visto, se convirtiera en la batalla final por la Civilización humana.
Madrid primero era esa capital del dinero y del ruido que sonaba a caldera o a telar con patrón del PP. Luego fue un símbolo o un mito, una españidad o derechidad que iba paseando muy ufana de Concha Espina a Colón, con sus volutas art déco de capitalismo de Metrópolis, y de ahí al Centro cañí con banderas de jamones y Ayuso de violetera. Madrid, el Madrid político, cambiaba aunque en realidad no cambiara Madrid ni cambiara Ayuso, salvo por lo que le iban obligando a contestar, a aparecer, a figurar. La verdad es que Madrid y Ayuso cambiaban según la distancia a la que se veía la izquierda, como cambia un espejismo con la sed. Cambiaba Madrid hasta ser Babilonia y cambiaba Ayuso de ser la encargada de la cestita de la perrita de Aguirre hasta ser el Mal encarnado en niña de colegio de monjas. Como la distancia de la izquierda no disminuía, ahora Madrid ya es el monte Megido, donde tendrá lugar la última batalla del mundo, el Armagedón.
Iglesias ya no es un revolucionario con fiambrera sino un profeta sulfuroso. Y es así porque ese obrerismo entre manchesterino y guerracivilista tiene más público entre los pijos que teorizan sobre él que entre los mismos obreros, que ya conocen el cuento y saben que acaba con ellos en el mismo sitio, en un altar obrero que no les sirve de nada salvo para eternizarse de obreros. Tampoco esa derecha tradicional que era españolísima y cementerial como el Tenorio da ya el miedo que daba antes. La derecha ni te quita la paguita ni te mete al cura en la cama ni te deja morir en las acequias. Madrid es un lugar próspero y para rebatir eso no basta que nos digan que nos van a privatizar el aire o el hígado, o que nos saquen otra vez el bigote de Aznar, requemado y retraído como un trocito de panceta. Pero si no asusta esta derecha, aún puede asustar el fascismo.
En Madrid no ha habido noches de cristales rotos, ni brigadas patrióticas, ni se ha tapado todo lo público y lo privado con la misma bandera terrible que parece un hierro de ganadería humana. No, esto más bien ha ocurrido en Cataluña
No se lucha contra esa derecha de primera comunión y cocina de mercado que puede ser la de Ayuso, sino contra el fascismo con todas sus fauces de hierro, de sangre y de historia. Cuanto más lejos está la izquierda de Madrid, más grande tiene que ser el enemigo, y ahora cubre todo el cielo como las estrellas caedizas del Apocalipsis. Ya después del fascismo poco queda, así que si esto fracasa tendrán que recurrir a Sauron o a Galactus. Pero resulta que en Madrid no ha habido noches de cristales rotos, ni brigadas patrióticas, ni se ha tapado todo lo público y lo privado con la misma bandera terrible que parece un hierro de ganadería humana. No, esto más bien ha ocurrido en Cataluña. Así que elaborar ese fascismo madrileño requiere de unas cuantas piruetas. Por ejemplo, de un zumbado que manda balas o navajas se salta a Vox, y desde Vox, por una cercanía ya como de trasbordo de metro, se salta a Ayuso. Y ahí está ya el fascismo, tras sus ojos de bruja cíngara. Ahí está, y eso provoca que Iglesias convoque a la última batalla de la libertad, como Will Smith contra unos aliens.
Poco más xenófobo, esencialista y meapilas que Puigdemont o Junqueras podrá llegar a ser Vox. Y poco más indiferente o satisfecho ante el acoso, la violencia y las amenazas al enemigo. La verdad es que, con más o menos guasa, Vox sí ha condenado la violencia. En todo caso, mucha menos guasa se gasta Monasterio con las balas filatélicas que Bildu con las balas disparadas, hechas ya hueso y clavo y calavera lorquiana. Pero eso es lo de menos. En eso no van a entrar Iglesias ni Sánchez. La derecha de Colón, el trifachito, Vox sobre todo, eso que ahora es fascismo comiéndose Madrid como Godzilla, ya estaban ahí y no ha pasado casi nada. Alguna guerra de vulvas y pichitas, bulos más o menos a la par que Podemos y, sí, cartelones racistas que no conseguirán nada porque Madrid no es Cataluña y Vox no va a tener nunca el poder de quebrar el Estado de derecho, como sí ha ocurrido allí sin que Iglesias haya llamado a sus legiones. Ese fascismo no es un avistamiento repentino, es sólo un invento desesperado.
En Madrid ya no hay problemas con las canalizaciones, con la fiscalidad, con los presupuestos, ni siquiera con el bicho para el que se hacen colas como en Doña Manolita. Ni bastan la derecha y la izquierda de siempre como la rubia y la morena de la zarzuela. No, Madrid es el Armagedón, la batalla no ya por el mundo sino por las almas. Ya no les sirve ir a Vallecas con alpargatas, ni pasear a Sánchez como un presidente de carreras, ni sacar a Ayuso lasciva de luto como una fantasía de Buñuel. Están más lejos que nunca y ya sólo les quedaba el mismo Diablo. Eso sí, después del Diablo ya no hay nadie.
Gabilondo hablando de subir o no subir impuestos, con su duda o su pachorra de señor que hace barquitos de botella. Ayuso con su cerveza propia, con su tortilla propia, como Pío Nono con su pionono; o Ayuso con su hospital Zendal, entre caja de Lego y portaviones contra el virus. Iglesias en Vallecas, como un falso faquir, como un Lenincito con puñito cartelero, más de Poli Díaz que de segador, ahí horadando o sopeando en la conciencia de clase como en un huevo frito. El dinero, el virus, los bares, el ambulatorio, los pregones obreros idénticos como chimeneas industriales, la derecha con su monederito, Sánchez con su soso y la izquierda con sus migas. Así era la campaña de Madrid antes de que, por lo visto, se convirtiera en la batalla final por la Civilización humana.
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