Saldrán los madrileños a votar entre las mosquiteras del bicho y cañones de guerra bulbosos en las nubes, como de acorazado. Luego se darán cuenta de que nadie se mata en la calle y que sólo les espera un sol de tomatera con hambre de verano, un hambre insaciable como de mosca. Los políticos nos han puesto en la mano un voto que pesa como una biblia contrachapada y yo creo que se nos hará raro coger el de verdad, sólo un papelito, sin munición ni hostia consagrada. Esa papeleta con tacto de prospecto nos va a terminar de distanciar de esta campaña de navajeo, soponcios y sobreactuaciones. En Madrid no hay público para las bombas de morral o Morral, para coros soviéticos ni para falangistas peinaditos como ángeles de comodita. En Madrid se puede empezar a acabar la moda de la política de guerra, con lo que muchos de nuestros políticos se quedarán sin ninguna política que hacer.
Saldrán los madrileños sin soles fascistas, soles de gafa oscura de ministro de Franco; sin batallones del pueblo, sin gloriosas cruzadas, sin carreta de heno con guillotina, sin armones macabros y sin podadera en la mano como contra el francés. Una decepción, espera uno, para los que han colocado al ciudadano en una batalla historiográfica, definitiva, retórica, ajena y sobre todo falsa. De tanto exagerar la contienda y la sangre, quizá empiecen a temer por su trabajo, por su baraka y por su colchón no ya los revolucionarios de butaquita, sino los engolados camastrones que trafican con las palabras. Iglesias, después de todo, nos va a dejar la valiosa lección de que seguramente debimos y debemos ser más optimistas: estos revolucionarios, aun llegando al Gobierno, se han aburrido delante de sus cristaleras mucho antes de vislumbrar el paraíso bolivariano. Y eso que sólo estaba Sánchez. Falta público o falta miseria.
Seguramente no olviden a los que no dejan de decirles cómo deben ser buenos obreros o buenos padres o buenos pobres
Saldrán los madrileños a votar, no desde búnkeres ni desde ratoneras, no como ganado ni como ejército, sino simplemente, cree uno, con el peso de sus cosas en el bolsillo, un peso escolar, como el de un cuaderno y una fruta, el peso de la vida, la salud, el trabajo, los hijos. Eso sí, de tanta tabarra que han dado, seguramente no olviden a los que no dejan de decirles cómo deben ser buenos obreros o buenos padres o buenos pobres o buenos soldados o buenos amantes incluso. Todos los que quieren salvarlos de los demonios o vengarlos de la historia o ponerles un catecismo en el calzón o en el bolsillo, y que llegan siempre de lejos, con disfraz de mesías pordiosero o de hombre bala restallante y dorado como un látigo egipcio.
Saldrán los madrileños a votar sin brazalete de luto o de secta, sin ángel de la guarda, sin sombra de bombardero, sin pistola en la sien, sin puñalito de sota española, sin limosnero y sin escudilla, sin miedo y sin odio, sin gurú y sin musa, o eso quisiera uno, claro, qué voy a saber yo lo que van a hacer todos los madrileños. Pero estoy convencido de que algunos políticos han hecho sus cálculos levíticos, como para el Juicio Final o para el comercio con él, y el madrileño ha hecho otros. Han puesto en Madrid, donde cabe casi de todo, cosas que no están en Madrid ni en la cabeza del madrileño. En Madrid no hay clientela para mitologías, ni opresión para la revolución, ni tiempo para enredarse en pliegues bizantinos de ociosos o de sofistas profesionales. En Madrid nadie nos invade ni nos cañonea ni nos roba el alma ni la historia. Y queda poco sitio para el odio cuando ni siquiera hay melancolía.
Saldrán los madrileños a votar, saldré yo también, y puede que en el trayecto hasta el colegio electoral, trayecto breve de párvulo o de novia de recluta, se vaya aligerando aún más el voto que venía con un tanque o con un ladrillo o con una moneda de plata falsa o con un mendrugo rancio o con una gruesa loncha de jamón patriótico. No hay zepelines atracando en los cuatro rascacielos como los cuatro tornillos de Madrid, ni trincheras con nieve, sangre y pisadas de hermanos de armas como de tigres blancos, ni brigadas infantiles relucientes de acero, rizo y betún. Ni el sol achaflanado entre los edificios remite a ningún césar ni a ningún dios. La política de guerra sucumbe en un martes sin clase. O eso quisiera titular uno.
Saldrán los madrileños a votar entre las mosquiteras del bicho y cañones de guerra bulbosos en las nubes, como de acorazado. Luego se darán cuenta de que nadie se mata en la calle y que sólo les espera un sol de tomatera con hambre de verano, un hambre insaciable como de mosca. Los políticos nos han puesto en la mano un voto que pesa como una biblia contrachapada y yo creo que se nos hará raro coger el de verdad, sólo un papelito, sin munición ni hostia consagrada. Esa papeleta con tacto de prospecto nos va a terminar de distanciar de esta campaña de navajeo, soponcios y sobreactuaciones. En Madrid no hay público para las bombas de morral o Morral, para coros soviéticos ni para falangistas peinaditos como ángeles de comodita. En Madrid se puede empezar a acabar la moda de la política de guerra, con lo que muchos de nuestros políticos se quedarán sin ninguna política que hacer.
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