Iglesias se va, y esta vez no se va del Gobierno, ni se va a la guerra de Mambrú contra la tanqueta de Ayuso, sino que se va definitivamente de la política, del partido, de sus cargos, de sus dignidades, como un viejo embajador, dejando incluso su frac de otra talla allí de pie, ya para el museo de cera o para el entierro (su marcha ha parecido esa fantasía del propio funeral, un funeral como de Brézhnev). Iglesias abandona la política o más bien la política lo abandona a él. No es sólo que el obrero sea mal obrero y mal alumno y no le crea ni le vote, es que él pretendía ser el pueblo sin pueblo y la democracia sin votos (y sin ley, que es lo más importante). Así no se puede estar en democracia salvo que acabes con la democracia, cosa que no consiguió.
Iglesias no era político, era revolucionario o agitador, era un teórico de claustro y guatequillo de covacha que se fue de una vicepresidencia porque no sabía qué hacer con ella, como si fuera un fueraborda. En el fondo era un santurrón y un aristócrata que creía que el poder ya le pertenecía por inspiración y por historia, independientemente de los votos, de los escaños y de las leyes. Lo suyo sólo podía triunfar derrocando la democracia, el asalto al cielo que él decía, y que parecía el asalto de don Mendo a un torreón. Pero se dio cuenta de que no era tan fácil, incluso teniendo a Sánchez.
Sánchez es un zorrón que sobrevive a base de desdecirse y ronear sin recato, dando largas a todo el mundo y confiando en que su perfume acabe abotagándolos. A Iglesias le dio un sillón en el consejo de ministros que era como la sillita baja de Peter Sellers en El guateque, y allí, claro, Iglesias se sentía ridículo. Iglesias concibe sólo un poder absoluto, ilimitado, como su “democracia” personal que no es democracia, así que estar ahí parado, mientras Calviño le reñía, la prensa le daba caña sin demostrarle el debido respeto y Florentino Pérez seguía con sus cosas sin pedirle permiso ni cita en su agenda 2030; eso, decía, no le servía para nada. La política no le servía para nada, la democracia no le servía para nada. Lo único que le quedaba era salvar la estética del mesías revolucionario, enfrentarse a Ayuso como al agente Smith de Matrix y morir en Vallecas como un cristo gitano contra el gotelé. Pero ni en Vallecas lo quieren.
El legado de Iglesias legado es haber hecho palpable de manera brutal la fragilidad de la democracia, la cantidad de enemigos que tiene y, claro, su ferocidad
Iglesias se va de la política, o la política lo expulsa como un cuerpo extraño, como una astilla. Pero en realidad Iglesias se ha ido yendo poco a poco, no de la política sino de su personaje, así como abandonando pieles, caparazones, máscaras. Se fue yendo del 15-M, de la transversalidad, de los Círculos (al principio había gente que iba a los Círculos como a una reunión de dioses hindúes, a planificar la nueva encarnación del universo); se fue yendo de Vallecas, de la austeridad y hasta de los colegas, que iba depurando o eliminando como un francotirador, como si fuera Nievi. Toda la modernidad de su nueva política y de su verticalidad de abajo a arriba se quedaba al final en una izquierda populista y cibernética, ortodoxa pero punki, cesarista y maximalista, jacobina y matona, a la vez leninista, posmoderna, pija y entrecaribeña, ahí entre el bulo, las niñeras con cofia y el gulag. Un pastiche académico-activista-burgués que al final ya no se tragaba ni el obrero ni el currante ni el pobre, ni siquiera el intelectual de bufanda / toga. Sacaba ya el fascismo como una miasma, como un estertor, y era exactamente eso.
Iglesias se fue, esta vez de verdad, dándose como el pésame a sí mismo, viudo de su personaje, exagerado y ganchudo como un viudo de Molière. Resulta que los medios le han atacado sin piedad (no como al resto de políticos, en fin), y que el Poder se ha conjurado contra la esperanza democrática que hablaba de presos políticos, defendía el jarabe de palo y quería sustituir lo mismo los tribunales que las redacciones por colegas fumando habanos. Como digo, sólo le quedaba el martirologio y marcharse hacia el ocaso con su adoquín como una guitarra. Se iba, más bien, con lentitud, ahogo y pasos fingidos, como un mimo. E igual que un mimo de rambla, dejaba un charco de tristeza para su público escaso y un gran espacio de alivio y jardinería para los demás.
Iglesias no se va, sino que lo echan. Lo echan de su Vallecas, lo echan del pueblo mitológico que sólo utilizaba como alpiste, lo echan de la democracia porque sigue sin saber qué es eso, y lo van a echar hasta de la tinaja de su jardín de Galapagar como no encuentre pronto su “puerta giratoria”, qué ironía. Pero Iglesias ya sólo era ironía. Insisten mucho eso sí, en que, de todas formas, Iglesias ha hecho historia, ha cambiado la política para siempre. La verdad es que su nueva política duró lo que sus primeras intenciones y que todo ha acabado en su propio círculo de vanidad, o sea que se disuelve con él. Lo que deja, o bien le imitará y por tanto volverá a fracasar (Errejón piensa igual que Iglesias, sólo tiene otra táctica), o bien se quedará en otra IU que optará a concejalías de fiesta del potaje y a consejerías de turismo y pelos de lince. Hasta puede que precipite la vuelta del viejo bipartidismo, viendo el engendro que lo ha sustituido.
Iglesias se va, en fin, arrastrando los pies, las vendas, las banderas y la cola ya deshecha como la de una novia plantada. Como el independentismo, su legado es haber hecho palpable de manera brutal la fragilidad de la democracia, la cantidad de enemigos que tiene y, claro, su ferocidad. Será un legado que compartirá con Sánchez, desde luego. Iglesias se va y no volverá a la universidad ni a Vallecas, faltaría más. Pero para cuando quiera hacer crítica o tiro al blanco de la mano de Roures o de quien sea, ya nadie le creerá. Habrá desaparecido como el charquito de lágrimas sin lágrimas del mimo. Igual que todo lo que él trajo. Sin más. Se acabó.
Iglesias se va, y esta vez no se va del Gobierno, ni se va a la guerra de Mambrú contra la tanqueta de Ayuso, sino que se va definitivamente de la política, del partido, de sus cargos, de sus dignidades, como un viejo embajador, dejando incluso su frac de otra talla allí de pie, ya para el museo de cera o para el entierro (su marcha ha parecido esa fantasía del propio funeral, un funeral como de Brézhnev). Iglesias abandona la política o más bien la política lo abandona a él. No es sólo que el obrero sea mal obrero y mal alumno y no le crea ni le vote, es que él pretendía ser el pueblo sin pueblo y la democracia sin votos (y sin ley, que es lo más importante). Así no se puede estar en democracia salvo que acabes con la democracia, cosa que no consiguió.
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