La peste no ha terminado, lo que pasa es que Pedro Sánchez no quiere exponer el tipito. El presidente, que ya sólo vive dentro del búnker de la Moncloa, como contando las monedas o las balas que le quedan, prefiere que la gente celebre las doce uvas en mayo, medio en pelota, con hambre de juerga y carne desembutida, antes que tener que torear en el Congreso y en los medios buscando apoyos y dando explicaciones. Madrid parecía una Nochevieja, con los vidrios y el deseo estallando igual que pirotecnia. También en Barcelona, Sevilla o Salamanca empezaba la nueva época del charlestón, los años locos en los que la gente se intercambiaba las rótulas con la mano y los besitos de piñón tras sombreros y plumas. La juventud no se contiene, ni el bicho tampoco, pero los tribunales se contradicen y Sánchez sólo está para probarse trajes, planes y menús, como una novia. El bicho sigue ahí pero el presidente no.
La gente, los jóvenes sobre todo, que sienten que han cumplido una condena a pan y agua y a cinturón de castidad, salió a la calle encabritada, sedienta, cachonda, con las mascarillas como bragas en el bolsillo. No sé hasta qué punto se les puede exigir contención cuando el propio presidente parece darles permiso con un gesto como de Nerón apócrifo, entre volutas de llamas y liras. Ya no es sólo la juventud ingobernable, que se derrama por las calles igual que en el amor, ni las autonomías rebeldes, ese Madrid en el que Sánchez ha perdido estrepitosa y ridículamente, como un rey nazarí guapo y flojo ante una católica y refajada Isabel. No, es que los expertos no le ven sentido a que el estado de alarma caiga así, ciegamente, por respetar una fecha burocrática, como el plazo de una póliza, y hasta el Supremo se queja del marrón que les ha dejado Sánchez.
No sé hasta qué punto se le puede exigir a la gente contención cuando el propio presidente parece darles permiso con un gesto como de Nerón apócrifo, entre volutas de llamas y liras"
Mientras Sánchez piensa en el dinero europeo que va a repartir a su cola de peregrinos y mendicantes, y en si eso bastará para neutralizar a Ayuso y a Susana, los tribunales y las autonomías parece que tienen que inaugurar las primeras leyes, como asambleas de pioneros. Sánchez no ha dejado nada, ni más alarma ni más alternativa, sólo un sindiós, el caos, el despiporre, que han interpretado y aprovechado, antes que nada, la juventud sin miedo, sin vergüenza, sin camisa o sin cabeza. Cuando terminó el primer estado de alarma, el 21 de junio de 2020, fecha solsticial, la incidencia a 14 días en España era de 8’08. Este 7 de mayo era de 198’60. Casi 25 veces más. En la mente de Sánchez, o en la de Iván Redondo, que empieza a decaer como un ídolo adolescente, estos datos equivalen a la misma normalidad, desescalada, tranquilidad o recuperación. O al mismo bostezo, al mismo encogimiento de hombros, al mismo portazo en la cámara monclovita de Sánchez, la del colchón y los chorritos mozárabes.
Salen los jóvenes a comerse la boca llena de uvas inventadas, los jóvenes que siempre se comportan como burbujas de Año Nuevo; y salen también los que no son tan jóvenes a la calle prohibida, o se van al pueblo, o al chalecito, o al chiringuito o a ver a la madre que ha estado todo este tiempo tejiendo y llorando para ellos. Han vuelto los coches con baca, han vuelto las noches como trenes abarrotados, las madrugadas con sol negro de cocacola y melenas negras; han vuelto las calles, en fin, retiradas como puentes levadizos, y no hay guardias ni urbanidad que puedan parar esto. Es como si Sánchez hubiera abierto todos los grifos moros, romanos y góticos de España para que se inunde. Sánchez es como un Nerón inverso con manguera, una manguera a borbotones y abandonada.
Sánchez no ha dejado nada, sólo el agua corriendo, las puertas sin llave y la gente buscándose por las noches como con farol. Si la única solución era el estado de alarma, como decía el presidente atragantado de inevitabilidad, las condiciones no han cambiado hasta el punto de hacerlo innecesario. Pero si había otra solución y Sánchez la propone ahora, el estado de alarma quedaría como un exceso autoritario o quizá sólo comodón. El único escape que tiene Sánchez es que el estado de alarma termine por sí mismo, como se termina el calendario de una caja de ahorros, y decirnos que todo está bien, como en una nana. La peste no ha terminado, pero eso no es lo más importante para el presidente. Sánchez no puede, sobre todo después de la tunda y el ridículo en Madrid, exponerse a negociar, pedir, justificar, explicar otro estado de alarma. Pero mucho menos una ley que todo el mundo preguntaría por qué no se ha hecho antes.
Sánchez no quiere exponer su tipito, que ya sólo le vemos cuando estrena, como los escolares, zapatos o cuaderno, o sea algún plan de recuperación que siempre parece el mismo y nunca es nada. Mientras, la gente sale a la calle, a fumarse la noche hasta el final, hasta la cartulina en llamas del amanecer, a gritar en las farolas, a subirse a los bancos como a pianos, a bailar con las rodillas en las manos y flecos en las pestañas. Lo hacen porque poco se puede hacer para impedirlo. Desde luego, Sánchez no va a hacer más. La peste no ha terminado pero Sánchez sí.
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