Puigdemont, que se ha ido convirtiendo en un ser ridículo y casi imaginario, como un Umpa Lumpa, ya tiene a los suyos en la calle llamando botiflers a los de Esquerra y deseando que Junqueras, el fraile de pan basto, se pudra en la cárcel. El independentismo catalán es una guerra de sectas, pero ya ni siquiera por la pureza de la causa, sino por el poder, por los sillones no de hechicero sino de contable. La negociación es imposible porque el que huyó vestido de lagarterana quiere imponer su corte de peluquines y Esquerra no quiere ser un mayordomo en la cena. Puede haber repetición de elecciones mientras se insulta a los que antes eran mártires como si fueran maderos jerezanos bajados del Piolín.
Puigdemont se cree un rey portugués en el exilio, aún quiere gobernar a través de su camarilla de cocineros y palanganeros, el Consell per la Republica, y estar en Waterloo como en Balmoral, agitando mapas, banderitas y muslos de faisán. Tanto Esquerra como Junts saben que antes de cualquier fantasía deben controlar la Cataluña real, pero resulta que unos les han ganado las elecciones y otros tienen a un heredero o principito harto de chocolate que quiere su trono como se quiere un poni. Puigdemont, en realidad, no puede hacer otra cosa, sólo le queda esa legitimidad como merovingia y si no la ejerce se irán olvidando de él, se irá alejando, se irá hundiendo en su chocolate belga/suizo con su carita de Umpa Lumpa o de huevo Kinder. Esquerra, por su parte, no puede ofrendar su victoria como se ofrenda una vaca al señor, ellos que van de izquierda iluminada.
A uno lo que le parece es que esta guerra viene, por primera vez después de mucho tiempo, obligada por la realidad y por la derrota. Durante el procés, la ambición de la independencia los unía más de lo que los separaba la ambición de la simple vulgaridad autonómica. Pero ya no hay otra cosa que la vulgaridad autonómica y, si acaso, el indulto que les quite a algunos el pijama de rayas y el macarrón en la solapa como un nardo. Hasta Puigdemont, con su principado como un jardín de gnomos allí en Waterloo, al final sólo pide controlar la televisión, los comederos, lo de siempre. Es cierto que la supervivencia de Puigdemont tiene que ser más fastuosa que la de Esquerra porque Puigdemont está obligado a ser fastuoso, como un falso príncipe marbellí. Pero al final sólo se trata de supervivencia, y no de la república ni del mito sino supervivencia personal, la de jefes, tropa, arrimados, bardos, santones, animadoras y rebañaollas.
El independentismo catalán es una guerra de sectas, pero ya ni siquiera por la pureza de la causa, sino por el poder, por los sillones no de hechicero sino de contable
Ya no hay a la vista esa república de abundancia y unanimidad que podía dar un poder igualmente abundante y unánime. Si no llegan a un acuerdo ahora es precisamente porque el sueño se ha empequeñecido, porque Cataluña vuelve a ser un sitio en la tierra, no un cielo de testigos o testigas. A la vez, el número de bocas ha aumentado ya que, llegado este punto, la primera industria de Cataluña ha terminado siendo el independentismo. O sea, que ahora todo son chiringuitos en plan Cervantes era de Santa Coloma o marionetistas por la república. Ya no queda apenas nadie trabajando ni pensando de verdad y el deber sagrado de los partidos con sus enchufados se ha convertido en la primera urgencia y la primera cuenta para la futura Generalitat.
Se están matando no por los sueños, que ya los dejó el Tribunal Supremo bien machacados, como flores de sus moquetas, sino por la olla. De ahí la ferocidad y el atasco. Se insultan, se escrachan, y los esbirros se azuzan la bandera pirata del independentismo cuando ya no es cosa de banderas sino de seguir vivos. Se juegan la vida, aunque con estilos diferentes, igual Puigdemont con sus mantequilleras y lanceros de Sissi que los de Junqueras con la biblia de arpillera. Puigdemont podría desatascarlo todo, pero no tiene nada más que su reino o planetoide de principito. Queda el Tripartito que siempre han soñado Iceta e Iglesias (he mencionado a Iglesias casi sin acordarme de que ahora sólo es un particular), pero eso rompería el ciclo melancólico de derrota, esperanza y rearme que es la coartada del independentismo. Y otras elecciones no van a dejar una situación muy diferente. Sí, todo parece acabado y a la vez inevitable. Quizá es justo como se manifiestan la decadencia y la derrota, en esta encerrona de guerra, hambre y orgullo.
Puigdemont, que se ha ido convirtiendo en un ser ridículo y casi imaginario, como un Umpa Lumpa, ya tiene a los suyos en la calle llamando botiflers a los de Esquerra y deseando que Junqueras, el fraile de pan basto, se pudra en la cárcel. El independentismo catalán es una guerra de sectas, pero ya ni siquiera por la pureza de la causa, sino por el poder, por los sillones no de hechicero sino de contable. La negociación es imposible porque el que huyó vestido de lagarterana quiere imponer su corte de peluquines y Esquerra no quiere ser un mayordomo en la cena. Puede haber repetición de elecciones mientras se insulta a los que antes eran mártires como si fueran maderos jerezanos bajados del Piolín.
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