Pablo Iglesias se ha cortado su coleta, su moño, lo que tuviera como rebozado o como tocado de dignidad no de la cabeza sino de la idea, de su pensamiento encabritado, ventoso, cimarrón. Se ha cortado, en fin, su pelo, que era revolucionario como el flequillo romano era romano, y se ha dejado en la frente un mechoncito romántico, esproncediano, de leer libros con silueta de Byron con jaqueca o de tocar el arpa de Bécquer de lejos, a suspiritos. La gente no suele darse cuenta de la mitología que la rodea y la condiciona (si se diera cuenta, quedaría libre de ella), y cree que esto son pilosidades íntimas o del barbero. La importancia, claro, es que Iglesias era esa coleta como Poseidón es su tridente o el santo es su aureola, y que en ella estaba toda su identidad, su voluntad y su procedimiento, o sea meter su coleta en la política como en la sopa, la coleta ideológica, epatante, peluda y caballar. Ahora se la quita como una pierna postiza y nos queda un Iglesias que ya no es Iglesias o un pirata que nunca lo fue.
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