Sánchez sale cada día a decirnos por cuánto va su cuenta atrás de la pandemia, que parece la cuenta atrás para unas olimpiadas con las que se ilusiona un waterpolista, el waterpolista que es Sánchez después de todo. Un día decidió que había que contar hacia atrás desde 100, como en un juego de campamento, y ahí está en cada comparecencia. Faltan 99, 98, 97 días para la inmunidad de grupo, y se diría que suenan detrás relojes, carillones, cucos, como en el taller de Santa Claus según se acerca la Navidad. La inmunidad de grupo no es la Navidad ni es un meteorito, no tiene fecha astronómica ni balística, es un concepto más cualitativo que cuantitativo y varía según las circunstancias y según el bicho (95% para el sarampión). Pero Sánchez está fiestero, creo que ya se ha hecho más berberechero que nadie, no quiere oír hablar de más alarmas ni cierres ni toques de queda. La Nochevieja en mayo lo ha animado y está dando ya las campanadas desde el colchón de agua o champán de la Moncloa.
Sánchez ha decretado de nuevo el final de la pandemia, que ahora ha planteado como el lanzamiento de un cohete o el horneado de un bizcocho
Igual que decretó el verano o la derrota del virus (varias veces), Sánchez ha decretado de nuevo el final de la pandemia, que ahora ha planteado como el lanzamiento de un cohete o el horneado de un bizcocho. Ya sabemos que es un truco viejo: trazar un horizonte artificial y hasta siluetearlo de luces para que nadie se fije en lo que sigue pasando y sólo mire la feria futura que se va disponiendo y que a lo mejor ni llega. Ya nos distrajo igual con la desescalada, las fases, los semáforos y todas esas metas volantes y premios de cucaña que nos iba poniendo por el camino mientras todo seguía pareciendo inevitable y, sobre todo, ajeno al presidente. Lo malo de esta cuenta atrás no es que sea anticientífica o que le haga parecer un teleñeco, sino que de nuevo se desentiende de lo que pasa ahora para ponerse a señalar globitos, pajaritos o estrellitas.
Artificial es esta cuenta atrás como artificiales son sus alarmas y desalarmas. El otro día, la ínclita Adriana Lastra aseguraba que “el fin del estado de alarma es una buena noticia porque significa que lo peor de la pandemia ya ha pasado”, pero el final del estado de alarma es una fecha arbitraria que no significa nada. Es una fecha que estaba ahí desde hacía seis meses, en un número tan redondo y azaroso como el Gordo de la lotería, y sólo quiere decir que Sánchez no piensa hacer nada más, aparte de ponerse a mirar a la nada con la mano haciendo de visera como un capitán de yate de pega. La fecha no la guía la realidad de la pandemia, sino la necesidad de Sánchez. Como ya he dicho alguna vez, no es que Sánchez pretenda locamente derrotar al virus con marketing, sino que sabe que el marketing le ha bastado hasta ahora y no merece la pena exponerse a que le hagan un siete en el traje cuando puede, simplemente, dejar que pase el tiempo, lenta, vistosa e incluso fúnebremente, como en su góndola de bruma veneciana.
Faltan 99, 98, 97 días para la inmunidad de grupo, dice Sánchez con una sonrisa tranquila e inquietante, como de secta adventista, como si fuera a venir Jesús o un ovni. Mientras, el Supremo tiene que montar concilios con los tribunales regionales que no se ponen de acuerdo, las autonomías se enfrentan al desmadre solas con sus munipas y serenos y camiones de regar, y la gente sigue enfermando sin que en las ucis aún se hayan puesto a contar hacia atrás con el matasuegras en la boca.
A todo esto, el “libertinaje”, esa palabra de cura de ojos ahuevados que usó la delegada del Gobierno en Madrid, Mercedes González, sólo se le aplica a Ayuso, que de repente ha pasado de beata a drag queen. A Madrid se le sigue asignando la plaga de los berberechos y del cerveceo como ruleta rusa, aunque sea Sánchez el que haya permitido que se pase sin más de la continencia a la orgía, y ahora invite a no mirar atrás y acompañarlo en ese alegre tobogán hacia la inmunidad. La ironía es que si las autonomías, sean o no berberecheras, rebeldes o libertinas, pidieran el estado de alarma ahora, estarían sobre todo contradiciendo y fastidiando los planes, el optimismo y la fiestuqui de Sánchez.
Pase lo que pase y cueste lo que cueste, faltan 99, 98, 97 días para la inmunidad de grupo. Sí, por qué no ponerle una tarta o un taponazo de cava al bicho, otra vez. Además, 100 días le permiten anunciarlo 100 veces, más o menos las veces que ha anunciado ese plan de recuperación del que parece, según las pegas que va poniendo Europa, que sólo ha enviado las pastas. No sólo es decretar de nuevo el fin de la pandemia, ni la orden de no mirar atrás: es sobre todo la inequívoca voluntad de no ver el ahora, de no intervenir en el ahora, de no pringarse en el ahora. Vamos “en línea recta”, insistía Sánchez haciendo una proa con su mano de waterpolista. Sánchez se mueve con el tiempo, en línea recta y a su exacta velocidad, sin más impulso, y cronometrándolo como si eso fuera una hazaña. Cuando llegue el día que él mismo fijó para el triunfo, lo celebrará con petardos, campanadas y borrachera, para olvidar que sólo era invento suyo. Ya lo está celebrando y olvidando, qué demonios...
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