Eran novietes con diábolo, tatuadores de flores, chavales de teatro de estudiante y de escalerilla de estudiante, más el primer flautista del mundo que apareció con un perro. El 15-M no quería hacer ideología, la ideología se la pusieron los que ya traficaban con ideología desde mucho antes. Lo que quería hacer era algo nuevo, un mundo o unas maneras, aunque sin tener ni idea de cómo se hacía ni en qué consistía eso. Así que metían en cajas de zapatos sus propuestas, escritas en hojas de libreta, con boli y mella escolares, las votaban moviendo sus manos como enguantadas de jazz, y lo mismo salía la paz en el mundo, la energía cósmica, pedir pizza o incluso algo interesante. Sólo eran chavales que parecían adanes bajo un madroño, y aquello no tenía que tener razón, ni siquiera originalidad, menos una conclusión, como si fuera un simposio de radiólogos. Sólo tenía que hacer ruido. El ruido de que algo pasaba. Aquel ruido ha durado hasta que Iglesias se ha cortado la coleta como si se cortara la lengua.
La importancia del 15-M fue hacer ruido, ruido de bongos o de latas, y que el vecino, el kiosquero, el televidente, el periodista se empezaran a preguntar por qué vendría ese ruido, si había razones para el ruido. Supongo que había tantas razones como soluciones, como hojitas de libreta, como pavesas de librillo de papel de fumar. Los activistas que lo empezaron, y los gafotas, los frikis, los románticos, los piernas e incluso los abuelos que después se les unieron, todos tendrían sus razones. Tantas y tan variadas razones que habían desbordado a los partidos hasta conducir a campamentos en las plazas y asambleas alrededor de un tapete como alrededor de una marmita. Ése fue el mejor, el más prometedor momento del 15-M, cuando la gente se empezó a preguntar qué razones había para ese ruido.
El 15-M no quería hacer ideología, la ideología se la pusieron los que ya traficaban con ideología desde mucho antes
Las propuestas no iban a salir de esos aplausos de marioneta de guante, de esa marmita de la Puerta del Sol, infantil como una piñata, ni de las otras que había en cada pueblo (recuerdo la acampada pequeñita, simbólica y santa, como un portalito de Belén, que se hizo en el mío). No, las propuestas iban a salir del debate sobre qué pasaba y por qué pasaba. Mientras los chavales seguían votando no sé si sobre la abolición del dinero o sobre la pizza con piña, y sacando sus pies como de Bugs Bunny por fuera de las tiendas de campaña, cobraban interés y fuerza otras propuestas no nuevas, pero sí súbitamente atractivas, como las listas abiertas, la reforma de la Ley Electoral o la separación efectiva de los poderes del Estado.
La crisis económica se había convertido también en crisis de legitimidad, ese “no nos representan” que a uno le parece más práctico que nihilista o antidemocrático, con el sentido de “no nos representan como se supone que deberían representarnos”. El turnismo, el felipismo político que mantuvo incluso el PP, nos había dejado como cumbre de la democracia una oligarquía de los gabinetes de los partidos, ya convertidos en empresas de colocación y de especulación. Los ciudadanos, de alguna manera, eran los clientes menos importantes de los políticos. Y, de repente, unos chavales se ponían a freír salchichas en la Puerta del Sol y a hablar no sé si de koljoses en las glorietas, que tampoco importaba mucho, y uno veía que se reavivaba el debate sobre la perfectibilidad del sistema, un reformismo no ya ideológico sino metaideológico. Algo muy diferente, como sabemos, terminó pasando.
Sobre la montonera ingenua del 15-M, que parecía una gran fiesta con Pictionary, salió este partido que se proclamó pueblo sin el pueblo y democracia sin votos y sin ley
Lo mejor del 15-M fue preguntarse por qué ocurría y pensar soluciones. Lo peor fue comprobar que las viejas ideologías dogmáticas y los viejos partidos se hacían promotores o dueños del movimiento y les robaban las salchichas y las mantas con migas de pan bimbo. El PSOE zapateril se arrimó con sus pasos y sus cejas de mimo, como no podía ser de otra forma. Pero fue Podemos, o el germen de Podemos, aquellos diletantes posmarxistas con sus sueños de Che en moto por el campus, los que lo usaron para la gran mentira: que aquel nuevo mundo, los nuevos modos o la nueva democracia que en realidad nadie decidió ni votó sacando papeles como de amigo invisible en aquellas asambleas, eran ellos y solamente ellos. Sobre la montonera ingenua del 15-M, que parecía una gran fiesta con Pictionary, salió este partido que, como he dicho alguna vez, se proclamó pueblo sin el pueblo y democracia sin votos y sin ley. O sea que voló todo el campamento para poner la silla de fraile de Iglesias.
He visto en reportajes a esos chavales y yayoflautas que volvían a Sol ahora, más a una Navidad de la infancia que a un campo de batalla épico. Pero nada de lo que pasó allí, en realidad, tuvo importancia. Lo importante es que había ruido, y primero fue el preguntarse por qué ese ruido y luego, claro, apropiarse de ese ruido. Ya no queda nada del reformismo metaideológico, arrasado por la polarización, y el ruido del 15-M, ya encajonado y podrido en Podemos, se ha ido con Iglesias y con el exvoto silencioso y también podrido de su coleta. Ya no queda nada del ruido, de la pregunta ni de la usurpación del 15-M (Iglesias no ha dejado en herencia Podemos, sino otra IU). Pero ni siquiera volveremos al viciado turnismo bipartidista. Para eso aún tendríamos que superar la antipolítica total del sanchismo. A lo mejor la próxima vez que nos sorprenda o nos esperance ese ruido, entre la furia, el botellón y el malvavisco, acertamos a escoger la otra solución, la que no nos deja como ya estuvimos, o incluso peor.
Eran novietes con diábolo, tatuadores de flores, chavales de teatro de estudiante y de escalerilla de estudiante, más el primer flautista del mundo que apareció con un perro. El 15-M no quería hacer ideología, la ideología se la pusieron los que ya traficaban con ideología desde mucho antes. Lo que quería hacer era algo nuevo, un mundo o unas maneras, aunque sin tener ni idea de cómo se hacía ni en qué consistía eso. Así que metían en cajas de zapatos sus propuestas, escritas en hojas de libreta, con boli y mella escolares, las votaban moviendo sus manos como enguantadas de jazz, y lo mismo salía la paz en el mundo, la energía cósmica, pedir pizza o incluso algo interesante. Sólo eran chavales que parecían adanes bajo un madroño, y aquello no tenía que tener razón, ni siquiera originalidad, menos una conclusión, como si fuera un simposio de radiólogos. Sólo tenía que hacer ruido. El ruido de que algo pasaba. Aquel ruido ha durado hasta que Iglesias se ha cortado la coleta como si se cortara la lengua.
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