“A Bambi no le gustan los miércoles”, dejó escrito Raúl del Pozo. A Sánchez, tampoco. Sánchez no es un cervatillo con ojos de nenúfar, como Zapatero (lo de Bambi se lo puso Alfonso Guerra, que ahora ha convertido a Iván Redondo en un cualquiera añadiéndole “un tal”). Sánchez es un narciso que se mira en los espejos del Congreso, todos en realidad espejos de muerto, como columbarios, y no es que se vea ya en mármol romano o en medalla de la Casa de la Moneda, sino que se ve en el vals de un emperador. Sánchez no entiende que la oposición no le haga reverencias a su dignidad y a su paso, reverencias como de flores de jarrón. Se cree que gobernar es recibir halagos, aplausos, saludar con una mano enguantada y otra en el píloro, como Napoleón, y que la gente cruja de fruncidos a su alrededor. Cualquier otra cosa es bellaquería y antipatriotismo. No, a Sánchez no le gustan los miércoles, las sesiones de control, que se las pasa pidiendo respeto y lealtad como un emperador bajito.
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