“A Bambi no le gustan los miércoles”, dejó escrito Raúl del Pozo. A Sánchez, tampoco. Sánchez no es un cervatillo con ojos de nenúfar, como Zapatero (lo de Bambi se lo puso Alfonso Guerra, que ahora ha convertido a Iván Redondo en un cualquiera añadiéndole “un tal”). Sánchez es un narciso que se mira en los espejos del Congreso, todos en realidad espejos de muerto, como columbarios, y no es que se vea ya en mármol romano o en medalla de la Casa de la Moneda, sino que se ve en el vals de un emperador. Sánchez no entiende que la oposición no le haga reverencias a su dignidad y a su paso, reverencias como de flores de jarrón. Se cree que gobernar es recibir halagos, aplausos, saludar con una mano enguantada y otra en el píloro, como Napoleón, y que la gente cruja de fruncidos a su alrededor. Cualquier otra cosa es bellaquería y antipatriotismo. No, a Sánchez no le gustan los miércoles, las sesiones de control, que se las pasa pidiendo respeto y lealtad como un emperador bajito.

Parece que el interés general del país no está tanto en que haya un consenso sobre ciertos asuntos como en que haya un consenso sobre que Sánchez tiene razón

A Sánchez se le estropean todos estos miércoles de baile en los salones del Congreso, que son cada uno como una sopera de palacio. Se le estropean como se estropea una boda o un desfile, o sea coreográfica y estéticamente, como el descosido o el tropezón de un tamborilero o una dama de honor, que es lo que parece la oposición allí, algo que desentona con él, con su fantasía, con sus planes. El tema es lo de menos, ya puede ser Marruecos, como ahora, o el virus, o Cataluña, o el termiteo alrededor de la alta madera de los jueces o de los guardias civiles. Da igual porque no es que todo eso sea cuestión de Estado, sino que la cuestión de Estado es siempre él, Sánchez. Parece que el interés general del país no está tanto en que haya un consenso sobre ciertos asuntos como en que haya un consenso sobre que Sánchez tiene razón y, además, los mejores juguetes y cumpleaños, como un marquesito de ocho años. 

A Sánchez no le gustan los miércoles, días aguados de novia aguada y días descabalgados de señorito descabalgado. La oposición se empeña en hacer oposición, no como políticos que cumplen su deber con el Estado y con sus votantes sino como tacañones fastidiosos, envidiosos, retorcidos, ahumados, como brujas de Shakespeare. Yo me pregunto si ha habido alguna cuestión, algún problema, alguna “calamidad” como dice Sánchez con su verbo de esposa de predicador, alguna minucia siquiera que el presidente no haya propuesto arreglar con la lealtad a su persona y con ese “arrimar el hombro” que hubiera convertido ya a la oposición en una reata de jorobados. También me pregunto cómo es posible que hayan coincidido tantas calamidades con ese Gobierno suyo de figurines, diálogo, progreso, ciencia, manos tendidas y futuro, tanto futuro que hasta celebra centenarios colombinos de sí mismo.

A ver si no van a ser los astros ni los miércoles ni la oposición los que traen las calamidades, sino Sánchez. Un presidente que se expresa, se cuenta y se refugia en calamidades pretende sin embargo que el Congreso sea sólo un palco de honor con dos pisos para su chistera o su escabel. En el Congreso de los Diputados, que no es un trono sino un carretón de historia y gente como un carretón de heno, todo amontonado, han penado prohombres, padres de la patria, mindundis y hasta canallas. Allí han intentado convencer, seducir, capotear, gallear, incluso asustar. Y, por supuesto, echar al otro. A lo que no se va allí es a que lo adoren a uno, a recibir pleitesía y bomboneras, a que sólo te rocen con tiaras, lazos y guantes de baile. 

A Sánchez no le gustan los miércoles, las sesiones de control en las que no parece un emperador de concierto de Año Nuevo sino un personaje abrumado, sobrepasado y aniñado. Aunque Sánchez se subiera al atril con algo más que su traje de torero, o sea con buena gobernanza o incluso sólo buena suerte, eso no le salvaría de recibir el chaparrón de los miércoles, que es como recibir el sueldo. Siendo el presidente de la calamidad, menos aún. Lo que hace Sánchez es antipolítico, antiestético y cargante. Tanto, que cuesta ponerse a su lado, como si fuera la misma bandera, ahora que llega esta crisis de Marruecos y Sánchez pide otra vez lealtad como el que pide helado, igual que cada merienda y cada miércoles. Y, de nuevo, en medio de la calamidad que ha provocado.

A Sánchez no le gustan los miércoles ni el Congreso, casa de fieras a la que ha evitado acudir siempre que ha podido. Es un político de triclinio, de sotanillo, de retratista de cámara, de abrecartas y sello papal. Es un político inflado pero ventajista, incapaz de defender sus decisiones y sus actos si no es con la garantía de lo inevitable, de lo necesario, de lo evidente. Tan evidente que sobran y duelen el debate y la discrepancia, igual con Marruecos que con el bicho que con lo que sea. En el Congreso, donde se ponen motes como banderillas en la historia y han terminado arrastrados políticos mucho más grandes que Sánchez, han penado todos. Pero el presidente prefiere que sólo pene España y que a él allí sólo le lancen laureles y bragas. Del Congreso sólo le gustan los espejos. No sabe que son todos espejos de difunto, espejos como de María Antonieta, de muerto asomando la cabeza como por su urnita o su jarrón.

“A Bambi no le gustan los miércoles”, dejó escrito Raúl del Pozo. A Sánchez, tampoco. Sánchez no es un cervatillo con ojos de nenúfar, como Zapatero (lo de Bambi se lo puso Alfonso Guerra, que ahora ha convertido a Iván Redondo en un cualquiera añadiéndole “un tal”). Sánchez es un narciso que se mira en los espejos del Congreso, todos en realidad espejos de muerto, como columbarios, y no es que se vea ya en mármol romano o en medalla de la Casa de la Moneda, sino que se ve en el vals de un emperador. Sánchez no entiende que la oposición no le haga reverencias a su dignidad y a su paso, reverencias como de flores de jarrón. Se cree que gobernar es recibir halagos, aplausos, saludar con una mano enguantada y otra en el píloro, como Napoleón, y que la gente cruja de fruncidos a su alrededor. Cualquier otra cosa es bellaquería y antipatriotismo. No, a Sánchez no le gustan los miércoles, las sesiones de control, que se las pasa pidiendo respeto y lealtad como un emperador bajito.

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