El gran tsunami político de esta semana, a punto ya de culminar, y sospecho que también de toda la legislatura, ha sido el de los indultos -aún no sustanciados por parte del gobierno- para los condenados por la sentencia del procés. Si aquella sentencia del Tribunal Supremo, que descartaba la rebelión y focalizaba sus condenas sólo en la figura penal de la sedición, aparte de otras como malversación, fue polémica, más aún lo será la hipotética aplicación de esta medida de gracia, que ninguno de los condenados, por cierto, ha solicitado.
Ese aparente desinterés, trufado de intención política, por parte de quienes deberían ansiar la concesión de ese indulto, es precisamente una de las cuestiones que más ha encendido a la oposición parlamentaria en los últimos días. Ha sido el exvicepresidente de la Generalitat, Oriol Junqueras, el más claro a la hora de manifestar que lo único que aceptarán será una amnistía. Ninguno de los 12 condenados ha mostrado otro de los requisitos tradicionalmente exigidos para la concesión de un indulto, el del arrepentimiento, sino que han manifestado que volverán a intentarlo. No parece una excelente carta de presentación.
El debate es peliagudo, por la propia especificidad de una medida, que no es jurídica, sino de gracia. Por eso, su aplicación corresponde en exclusiva al Consejo de Ministros y no al poder judicial, aunque sean preceptivos informes como el conocido esta semana del Tribunal Supremo y que no dejaba lugar a dudas. Los magistrados advertían por unanimidad a Pedro Sánchez que indultar a los presos sería "inaceptable". Todo parece indicar sin embargo que este informe, unido al también contrario de la Fiscalía, no torcerá los planes del Ejecutivo, que planea aplicar la medida en las próximas semanas, aprovechando el paréntesis veraniego. No le afectaría por tanto la opinión del Supremo de que no concurren en este caso ninguna de las tres razones que prevé la ley para la concesión de un indulto: justicia, equidad y utilidad pública
Una medida impopular que podría costar votos
Pero a estas complejidades, digamos 'técnicas' y por tanto no siempre al alcance del conjunto de la opinión pública, hay que unir algo que sí entienden muy bien los ciudadanos y sobre todo los votantes del PSOE: la disonancia que muchos han señalado entre la posición actual del Ejecutivo y la que manifestó en la última campaña electoral el entonces candidato Pedro Sánchez. El hoy presidente empeñó su palabra en que nunca se plantearía esta medida de gracia. Incluso se comprometió a recuperar el delito de referéndum ilegal, que había eliminado el anterior presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero. Los votantes tienen memoria y aún recuerdan aquel debate del 5 de noviembre de 2019 en el que negaba que hubiera pactado o tuviera intención de hacerlo en el futuro con los independentistas.
Sobre el tacticismo político, su aplicación y sus efectos
Entiendo, desde el punto de vista puramente táctico, que desde Moncloa se lleve ya algún tiempo tratando de preparar el terreno para naturalizar esos -aún no sustanciados- posibles indultos.
Personalmente, como asesor, tal vez haría lo mismo. Pero como experto en liderazgo y asesor de numerosos políticos, no descuidaría algo fundamental en política, a mi entender, que es una razonable coherencia entre los mensajes expresados en campaña y las decisiones llevadas a cabo cuando ya se tiene la potestad de gobernar; sobre todo cuando ha transcurrido un periodo tan breve de tiempo. Es cierto que la política es el arte de lo posible, como han demostrado históricamente eximios maestros en la actividad pública, desde don Enrique Tierno Galván, seguramente el mejor alcalde de Madrid, hasta Giulio Andreotti.
El tacticismo no debe estar reñido con la eficacia y menos aún con el compromiso con los principios y valores que se han defendido"
Cierto es también que el desempeño del poder exige modular las decisiones a las realidades y a las circunstancias concretas que cada tiempo exige, dentro del devenir de un país. Pero la separación entre "las musas y el teatro", que diría un clásico, no puede ser tan radical ni sucederse en tan corto espacio de tiempo. El tacticismo no debe estar reñido con la eficacia y menos aún con el compromiso con los principios y valores que se han defendido. No digo que en el asunto que nos ocupa esto se haya quebrado… ¡ojo! Digo, simplemente, que debe evitarse el caer en ese error.
¿Luces rojas en el partido?
Soy de los que creen que la crisis de Ceuta, con ser gravísima y haber evidenciado ciertas debilidades de un gobierno, el de Sánchez, con equilibrios precarios, no es una amenaza irreversible para acortar por sí sola la vida de una legislatura a la que todavía debería quedar media vida. El caso que nos ocupa es harina de un costal diferente. Así lo percibo y así me lo parecen evidenciar todas las luces rojas que han encendido, desde destacados barones socialistas como Fernández-Vara o García-Page hasta exdirigentes de un peso tan grande en la historia del PSOE como Felipe González o Alfonso Guerra.
Muchos dirigentes y exdirigentes socialistas se han mostrado confundidos o alarmados ante una posible medida que buena parte de sus propios votantes no entendería jamás. Y me temo que, a la espera de comprobar el alcance de la gran manifestación convocada en Colón para dentro de dos semanas, no bastará en esta ocasión con que el ejecutivo y los portavoces oficiales se encastillen en la fácil posición de señalar a convocantes y asistentes como "la extrema derecha que quiere envenenar la convivencia"; si sólo acudieran unos pocos miles de ciudadanos, podrían hacerlo… si acuden varios cientos de miles, será del todo imposible.
Especialmente duro y ácido, como acostumbra, se mostraba Alfonso Guerra, al esgrimir el informe del Supremo como "prueba del nueve" más que suficiente que debería hacer reflexionar al gobierno acerca de la inconveniencia de cometer una ilegalidad. ¿Se ha pasado Guerra a las filas de la "extrema derecha"? No parece. Lo evidenciado por el veterano político sevillano es precisamente el nudo gordiano de la cuestión, y vuelvo al inicio de este artículo: se trata de una medida de gracia, no jurídica, y sólo potestativa del gobierno. Así se apresuraba a recordarlo Carmen Calvo en lo que parecía una réplica a las duras palabras de quien fuera vicepresidente del Gobierno entre 1982 y 1991 y presidente, en sus últimos años como diputado, de la Comisión Constitucional del Congreso.
Finura e inteligencia, indispensables para acertar en el gobierno
La clave está en la ponderación entre lo que el ejecutivo puede hacer y lo que debe o le conviene hacer. Gobernar España no es fácil, como dijo en una ocasión el desaparecido Alfredo Pérez-Rubalcaba. Requiere mucha inteligencia y finura, añado yo, mezclada a partes iguales con grandes dosis de audacia y de intuición que permitan adelantarse, de forma valiente y exitosa, a los retos de una sociedad y de un país en permanente cambio. El problema es calibrar dónde termina esa necesaria audacia y dónde comienza ese peligroso punto de no retorno que puede endiablar la vida política y social hasta límites poco recomendables y llevarse por delante, no sólo un gobierno, sino las expectativas electorales de un partido tan nuclear y necesario en la historia de España como el PSOE para cuatro años… ¡o para dos legislaturas! Ocurra lo que ocurra en las próximas semanas, y se tome la decisión que se tome, deseo de corazón el mejor de los aciertos a Pedro Sánchez y su gabinete, porque de su tino dependerá la estabilidad política que España necesita en los próximos meses.
El gran tsunami político de esta semana, a punto ya de culminar, y sospecho que también de toda la legislatura, ha sido el de los indultos -aún no sustanciados por parte del gobierno- para los condenados por la sentencia del procés. Si aquella sentencia del Tribunal Supremo, que descartaba la rebelión y focalizaba sus condenas sólo en la figura penal de la sedición, aparte de otras como malversación, fue polémica, más aún lo será la hipotética aplicación de esta medida de gracia, que ninguno de los condenados, por cierto, ha solicitado.
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