Este Gobierno de progreso ha convertido la electricidad en un pecado, en una perversión, en algo con horario de dos rombos, como la tele de antes y el vicio de antes. La plancha nocturna, fetichista, como planchar en bolas, excitado de la ropa limpia y caliente, como recién traída por una criadita con olor a mantequilla y a Avon. La lavadora nocturna, los centrifugados apasionados, convulsionados, desesperados, que se escuchan en la casa del vecino en la madrugada, como si ese sexo con crujido recatado de somier y de camisón duro, con golpes de santa caoba matrimonial como la caoba de un confesionario, hubiera sido sustituido por el sexo brutal de la fontanería contra todo el edificio. La tele nocturna, tres episodios de tu serie como tres orgasmos culpables, como tres fantasías solitarias, entre pañuelos y colirios, entre sudores y migas. El puritanismo no elimina el pecado, sólo lo empuja a la oscuridad, al secreto, a la culpa. Y esta izquierda es sobre todo puritana.
Antes subía la luz y era el mismo Rajoy como con la gran palanca de científico loco que tiene la derecha, activando malévolos mecanismos burbujeantes y mandándonos rayos directos por el ojete. Antes subía la luz y eran las puertas giratorias que funcionan como túrmix de la codicia, poniendo a punto de nieve los negocios de amiguetes montados sobre el servicio público. “Usted le sale muy caro a los españoles”, le decía Sánchez a Rajoy porque la luz subía un 13%, y yo creo que se veía a don Mariano darle allí a la manivela de subir las facturas como si fuera un winche de velero pijo. Irene Montero incluso estallaba por un 4%, estallaba de una manera furiosa, concernidísima, como si le hubieran subido el precio del té sudafricano, y pedía que nos imagináramos que al otro lado de la mesa, frente a las eléctricas, estuvieran Pablo Iglesias o Yolanda Díaz. “Es que no hay color, creo que a la ciudadanía no hace falta que yo le explique nada”, explicaba sin explicar.
La lavadora nocturna, los centrifugados apasionados, convulsionados, desesperados, que se escuchan en la casa del vecino en la madrugada
Ahora no está Rajoy, allí pedaleando en su escaño como en una máquina de coser, máquina de coser facturones para los amigos como fracs para los amigos, se suponía. Ahora, donde las manivelas, frente a las eléctricas con su porra eléctrica, están Sánchez y Montero y Yolanda Díaz, pero la luz sube como nunca, sube como el rayo a la nube, libre, divino y ruidoso, haciendo como fotocopias del asombro y del pavor en el cielo. Ahora tenemos un Gobierno de progreso al que cuando sube la luz sólo se le ocurre ponernos un semáforo de colores, igual que con el bicho, y un despertador para planchar. Un Gobierno que nos manda a la noche como al desván, que nos manda a vivir a las horas en las que no vive nadie, o nos quedamos sin vivir. La izquierda nunca ha arreglado nada, sólo lo apartaba de la vista o lo asignaba a un burócrata que lo perdía bajo montañas de papeles como ahora se va a perder el pobre bajo sus montañas de plancha de la madrugada o sus montañas de patatas por freír, como un recluta. Eso precisamente es el puritanismo, esa mezcla exacta de hipocresía, ceguera y crueldad.
Ahora vamos a empezar a encender las luces para lo mismo que antes se apagaban, para el alivio, para la necesidad, para la vergüenza, a las horas del deseo como del crimen, horas de hombre lobo, entre la fatalidad y la concupiscencia. En realidad son sólo los seres pequeños o atormentados los que tienen que posponer sus perversiones o sus urgencias. Los afortunados y los ricos los pueden tener a cualquier hora, de manera que para ellos el vicio o el lujo no se diferencian de lo cotidiano. De nuevo será el pobre el que se vea empujado al horario fabril, al horario del amo, a aguantar las tripas, las ganas, el apremio, el uniforme de menestral pegado a su costra de pobreza; aguantarlo todo hasta que llegue la hora en la que se le permite el vicio o el lujo de lo cotidiano, justo al contrario que el poderoso.
La plancha nocturna, la colada nocturna, la cocina nocturna, el consuelo nocturno, la vida subterránea en la que no dejan de estar atrapados los pobres. La simple vida parece vicio, un vicio que se recorta en las ventanas iluminadas por la noche, como posturas de fumadores, de amantes o de ladrones. Gente que plancha o lava o cocina como la que acuchilla o envenena o profana. Hay un Gobierno de progreso y la vida del pobre parece una fábrica nocturna, un eterno turno de noche, un inmenso hospital de noche. Hay un Gobierno de progreso y la vida del pobre parece una imposible huida en la noche, un inevitable crimen en la noche. Ni siquiera pueden apagar las luces para que no se les vea en su más íntima vergüenza.
Este Gobierno de progreso ha convertido la electricidad en un pecado, en una perversión, en algo con horario de dos rombos, como la tele de antes y el vicio de antes. La plancha nocturna, fetichista, como planchar en bolas, excitado de la ropa limpia y caliente, como recién traída por una criadita con olor a mantequilla y a Avon. La lavadora nocturna, los centrifugados apasionados, convulsionados, desesperados, que se escuchan en la casa del vecino en la madrugada, como si ese sexo con crujido recatado de somier y de camisón duro, con golpes de santa caoba matrimonial como la caoba de un confesionario, hubiera sido sustituido por el sexo brutal de la fontanería contra todo el edificio. La tele nocturna, tres episodios de tu serie como tres orgasmos culpables, como tres fantasías solitarias, entre pañuelos y colirios, entre sudores y migas. El puritanismo no elimina el pecado, sólo lo empuja a la oscuridad, al secreto, a la culpa. Y esta izquierda es sobre todo puritana.
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