En algunos sitios, por ejemplo el Madrid de garbanzos regios, de cocidos de tres vuelcos como partes de una faena torera, puede que se tenga que cerrar el interior de los bares cuando ya va todo mejor, o quizá precisamente porque todo va mejor. El Gobierno va al revés que el bicho, o es que no mira el bicho sino el libertinaje del cucharón, del plato hondo con naufragio de pastores en el fondo de fideos, o del torrezno más ideológico que antiecológico. Sí, quizá es por el libertinaje del camarero que no es bastante de izquierdas, o de la caña afontanada que rebosa versallescamente a la gloria de Ayuso, que ya está entre María Antonieta con berberechos y novia de Gambrinus. O es esto, o habrá que concluir que lo que anda abriendo y cerrando los bares y las calles no es un Gobierno sino la corriente.
Igual que de repente se acababa el estado de alarma, se decretaba la nochevieja diaria, y no pasaba nada, ahora esos salones de restaurante que llevan casi un año abiertos a la umbra de sus redes de pesca o sus jardines de pared, abiertos incluso con una incidencia que quintuplicaba la actual, tendrían que cerrase. Es algo, además, de obligado cumplimiento, según dice el ministerio enmascarado de Carolina Darias, que parece que lo dice con fusta o con trabuco. Igual que en las últimas olas las autonomías tenían todos los medios y toda la libertad contra el virus, tanto que Sánchez podía dedicarse a mirar la fiesta de España desde el balcón, como Ramón García, o a poner al día su dietario de 2050, ahora que ya miramos todo desde la orillita de la epidemia y del verano nos encontramos con estos severos cerrojazos de madre superiora.
Esto es un cachondeo, o es una persecución, o que alguien se ha sentado sobre el mando a distancia que controla el país, la Moncloa y el colchón giratorio de Sánchez, todos conectados. Quizá Iván Redondo ha calculado algo con sus algoritmos de casino que no acertamos ni a imaginar (Redondo tiene un ojo en el lejano 2050 y otro en la fecha para sacar su próximo hito o producto, exacta como la fecha de sacar el turrón). Quizá Sánchez está muy quemado con los indultos y con Marruecos y le supone un descanso o un impulso que se metan con él desde detrás de una barra castiza, forrada de lotería de la Virgen y bufandas del Atleti, con un garrote barnizado en el que ponga que allí no se fía.
Los bares son fachas y se ha visto en Madrid, que si no es por los bares seguro que hubiera ganado Ángel Gabilondo, con su cosa de cenar leche con galletas con el gorro de dormir ya puesto"
Yo creo que Sánchez piensa que los bares son fachas, que comer es facha, como si a los restaurantes sólo hubieran ido Fraga o Cela, a comer precisamente garbanzos de Fraga o de Cela. Los bares son fachas y se ha visto en Madrid, que si no es por los bares seguro que hubiera ganado Ángel Gabilondo, con su cosa de cenar leche con galletas con el gorro de dormir ya puesto. Deben de ser los bares, que son capitalismo puro, negocio puro hecho con el vicio puro, todo egoísmo y concupiscencia, todo sociología y paisanaje y clasismo franquistas, como el café de La colmena. Por los bares ganó Ayuso y por Ayuso llegó su decadencia, así que Sánchez quizá lo que está haciendo es previniéndose o vengándose. Tiene que demostrar que él manda en los bares, suba o baje el bicho, que eso es lo de menos. Si no es por amor, que sea por miedo. No le dedicarán cervezas ni aliños, pero aprenderán a quién tienen que votar, que es a quien les puede cerrar el negocio sin que hagan falta ni virus ni cucarachas.
Otra vez los bares, Sánchez siempre acaba escarmentando bares, como siempre acaba escarmentando a Madrid, aunque eso seguro que es casualidad. Esta vez no sólo está Madrid como lugar señalado, castigado y rebozado en su rebeldía, sino también el País Vasco o Andalucía. Curiosamente son sitios donde la comida es una eucaristía, un templo o un cosmos, con restaurantes y barras donde hay sumos sacerdotes o almirantes de marina en vez de hosteleros y clientes. Algo le pasa a Sánchez con la comida, con los bares o con la alegría panzuda, él que es de vientre plano y de gozo astringente. O algo le pasa con Madrid, que siempre tiene que dejarlo sin pan, sin vino y sin castañeras.
Habría que cerrar los bares, otra vez. Habría que cerrar el interior de los bares según estos números que no valían antes y valen ahora, o quizá al revés, no se sabe. Habría que cerrarlos, por ejemplo, en el Madrid de las cenas de los reyes y del potaje de pensión, repartido como por un San Pedro pobre. El Madrid de fino fideo de oro del Ritz, o el de plátano frito de la Plaza Mayor; el de las chuletas pintadas en los cristales, como para Carpanta, y el de las mesas como mantones de Manila vivos, cazados por las praderas y los tablaos. Habría que cerrarlos ahora que vamos mejor o justo porque vamos mejor. Es una distracción o es un sinsentido o es una torpeza o es una venganza.
Si hay que cerrar los bares, no le demos más vueltas, es porque Sánchez quiere. Quizá piensa que comer es facha o, quizá, simplemente, lo que pasa es que no hay nada como el bar para escarmentar simbólicamente a todo el país, este país a la vez de gula y de hambre, de juerga y de vigilia, de político a mantel puesto y de mesa del dómine Cabra. Cerrar los bares es dejarnos huérfanos o exiliados o desamparados, y a lo mejor lo que pretende Sánchez es que no tengamos más padre ni más patria ni más refugio que él. Quizá lo que pasa es que Sánchez está celoso de los bares, o de Ayuso, como de unas croquetas de la suegra.
En algunos sitios, por ejemplo el Madrid de garbanzos regios, de cocidos de tres vuelcos como partes de una faena torera, puede que se tenga que cerrar el interior de los bares cuando ya va todo mejor, o quizá precisamente porque todo va mejor. El Gobierno va al revés que el bicho, o es que no mira el bicho sino el libertinaje del cucharón, del plato hondo con naufragio de pastores en el fondo de fideos, o del torrezno más ideológico que antiecológico. Sí, quizá es por el libertinaje del camarero que no es bastante de izquierdas, o de la caña afontanada que rebosa versallescamente a la gloria de Ayuso, que ya está entre María Antonieta con berberechos y novia de Gambrinus. O es esto, o habrá que concluir que lo que anda abriendo y cerrando los bares y las calles no es un Gobierno sino la corriente.
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