Sánchez ha consumado su revancha y ha dejado una Virgen naufragada en su media luna o su caracola o su barquita del pueblo. A Susana le habían quitado la Junta, que era el Cielo con barandilla y mil círculos de ángeles, potencias y enchufados desde el que el PSOE andaluz hablaba a la gente eternamente, con parábolas de pájaros y con panes a pellizcos. Pero ahora le han quitado el partido, y eso parece definitivo. El PSOE de Andalucía no gobernaba, sino que reinaba; era una dinastía con la rosa en los castillos y en las espuelas, en el dinero y en los periódicos, la rosa no ya victoriosa sino tatuada, no ya antigua sino mitológica, el dragón chino de los sueños, las nubes y las acuarelas de Andalucía. La Junta se podía perder, pero no la sangre real; el trono se podía perder, pero quedaban el estandarte, los majestuosos sepulcros de espuma de mar y millones de fieles o súbditos o hijos. La Junta se podía perder, pero no el partido. Susana ha perdido ambas cosas, una a manos del PP y otra a manos del enemigo.
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