Sánchez ha consumado su revancha y ha dejado una Virgen naufragada en su media luna o su caracola o su barquita del pueblo. A Susana le habían quitado la Junta, que era el Cielo con barandilla y mil círculos de ángeles, potencias y enchufados desde el que el PSOE andaluz hablaba a la gente eternamente, con parábolas de pájaros y con panes a pellizcos. Pero ahora le han quitado el partido, y eso parece definitivo. El PSOE de Andalucía no gobernaba, sino que reinaba; era una dinastía con la rosa en los castillos y en las espuelas, en el dinero y en los periódicos, la rosa no ya victoriosa sino tatuada, no ya antigua sino mitológica, el dragón chino de los sueños, las nubes y las acuarelas de Andalucía. La Junta se podía perder, pero no la sangre real; el trono se podía perder, pero quedaban el estandarte, los majestuosos sepulcros de espuma de mar y millones de fieles o súbditos o hijos. La Junta se podía perder, pero no el partido. Susana ha perdido ambas cosas, una a manos del PP y otra a manos del enemigo.
Susana ha perdido su PSOE, o se ha perdido todo el PSOE, que ya sólo contará con mandados con telefonillo directo a la Moncloa
Susana ha perdido el partido, o sea todo. No ha tenido otra casa, otro oficio ni otra honra que el partido; no ha tenido otra sangre ni otro oro ni otro lecho que el partido. Fue ascendiendo porque era la reina de los pucheros con garbanzada o con veneno, cuidaba a los militantes no como un hada madrina sino como un camello, y fue ocupando el puesto de los jefes o mentores a los que liquidaba, que amanecían muertos sin duda y sin rastro de quién era el asesino. La Junta era eterna o parecía eterna, era el partido lo que había que trabajarse y lo que había que heredar. Por eso el PSOE andaluz era imperial, no por la duración ni la extensión de su dominio sino por cómo se ejecutaban pactos y venganzas en triclinios, en alcobas, en termas mozárabes, con todo el dinero del reino para puñales, áspides y perfumes.
Susana no se educó en el arte de gobernar, sino de vencer en los salones o en las cocinas o en las bañeras con patas de león. Nunca se trató de gobernar porque no hacía falta, gobernaba la rosa socialista en su carro de Apolo, sin más temblor que el de las constelaciones, con los presidentes sucediéndose como meros escribas o astrólogos. El clientelismo es invento romano, como la república, como el arado romano, y con ese invento se aró Andalucía durante casi cuarenta años. El mecanismo era sencillo y provechoso como el barbecho, tan sencillo como el método que usó Chaves con el partido, ya sea hallazgo o pereza: repartir entre las familias y los clanes. O sea que con esa especie de arado romano y balanza romana se llevaban Andalucía y el PSOE. Así fue su gobernanza, una tranquila sucesión de cosechas y turnos. Susana sólo tuvo que introducir el asesinato político, también muy romanamente.
Susana, última heredera rentista, con más olfato y más colmillo que todos los predecesores y padrinos que le adornan la chimenea, creció en ese palacio agropecuario de la espera y el esquilmo, al que añadió resbalones en las escaleras y su estampa de madre nutricia. Desde su ascenso en el PSOE sevillano a la candidatura nacional no dejó de subirse sobre los muertos, muertos a los que dejaba un beso en la frente igual que en el espejo. Pero es que además Susana sabía volcar o llenar las urnas de los militantes con el telefonazo, el manotazo o la persuasión. Pensó que podía hacerlo en toda España y se llegó a pasear por el Ritz de Madrid como si fuera una Audrey Hepburn trianera del socialismo. Quería ser la nueva Felipe González, pero llegó su gran error: colocó a Sánchez de títere, y el títere, con más ambición que la propia Susana, no se dejó manejar. Tuvo que echarlo con un motín cutre, cosa que creó al Sánchez mártir de Peugeot y militancia rasa, que luego fue el Sánchez presidente, patrón de los aviadores, mayordomo de Frankenstein y líder de camarilla y colchón.
Ahora es cuando han acabado con Susana, emperatriz de los mendrugos y de los arrumacos que creció planeando accidentes en la moqueta. Ahora es cuando la han vencido en los salones y en las cocinas, o sea en lo que mejor hacía. La han dejado sin partido, que es dejarla sin entrañas. Se lo ha quitado Sánchez, que viene cargado de oro vikingo y aprovecha el hambre de un PSOE andaluz al que le importa más la supervivencia que el honor. Si Sánchez se ha podido hacer con el PSOE andaluz puede hacerse con todo el partido, con todos los barones platerescos protestones y enranciados. El sotanillo de la Moncloa quiere ser el nuevo imperio, pero un imperio sin partido, sin burocracia, sin patricios, sólo soldados y palanganeros, y eso no va a funcionar.
Susana lo ha perdido todo, pero uno mismo ya la ha matado demasiadas veces en la columna y ella siempre sobrevivía con un hilillo de vida o de sangre, ese hilillo de los náufragos o los estranguladores. Susana ha perdido su PSOE, o se ha perdido todo el PSOE, que ya sólo contará con mandados con telefonillo directo a la Moncloa. Antes, el PP modosito de Moreno le había quitado la Junta, pero a lo mejor eso sólo sirve para guardarle el castillo, o al menos un pasadizo al castillo. El PSOE andaluz pasa hambre y no quiere estar en el lado del barbecho, pero todo indica que volverá a perder contra Moreno. El propio Sánchez (ya se ve en las encuestas) no parece tener otro destino que ser descubierto y derrotado por sus propias mentiras y su propia avilantez. Cuando ocurra, Susana estará ahí, seguro. No sé cómo, pero estará, escondida y encontrada como una Virgen templaria, quemada, milagrosa y casi africana.
Sánchez ha consumado su revancha y ha dejado una Virgen naufragada en su media luna o su caracola o su barquita del pueblo. A Susana le habían quitado la Junta, que era el Cielo con barandilla y mil círculos de ángeles, potencias y enchufados desde el que el PSOE andaluz hablaba a la gente eternamente, con parábolas de pájaros y con panes a pellizcos. Pero ahora le han quitado el partido, y eso parece definitivo. El PSOE de Andalucía no gobernaba, sino que reinaba; era una dinastía con la rosa en los castillos y en las espuelas, en el dinero y en los periódicos, la rosa no ya victoriosa sino tatuada, no ya antigua sino mitológica, el dragón chino de los sueños, las nubes y las acuarelas de Andalucía. La Junta se podía perder, pero no la sangre real; el trono se podía perder, pero quedaban el estandarte, los majestuosos sepulcros de espuma de mar y millones de fieles o súbditos o hijos. La Junta se podía perder, pero no el partido. Susana ha perdido ambas cosas, una a manos del PP y otra a manos del enemigo.
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