Entre la lluvia como una ceremonia de cenizas y bajo la bandera de negro y hueso, bandera pirata diseñada para el procés y que significa “lucha hasta el final”, los presos recién indultados parecían acercarse a la concordia sanchista como a un abordaje. “No hay indulto que pueda callar al pueblo catalán”, decía Cuixart confundiendo, como hace siempre esta gente, a toda Cataluña con su tripulación bucanera. “Hemos perdido el miedo”, “no habrá un paso atrás”, “seguiremos luchando para conseguir la independencia y la conseguiremos”, “hoy no se acaba nada, salimos a trabajar por la república, que nadie se equivoque”, “la independencia no es una opción sino una necesidad”. Eso decían, uno tras otro, los llamados a la concordia, hablando como contra una galerna. Junqueras, que salió lento y el último, como un divo rodante y esponjado del bel canto, se comprometió a seguir trabajando “hasta la victoria”. Pues ahí está la concordia, al abordaje.
De momento la concordia no se ve ni se adivina, por mucho que Sánchez pretenda haberla convocado o atraído a través de sus eventos musicales o ajardinados, del frufrú de su candor principesco, como Blancanieves atraía a los animalitos del bosque. Y es que nada puede cambiar cuando lo que se premia es precisamente que nada cambie. La verdad, sin embargo, es que algo sí ha cambiado: ahora los presos han salido envalentonados, que alguno hasta ha hecho pesas; han salido aherrumbrados no de cárcel sino de la fragilidad de la cárcel y del Estado, que se les dobla como papel de plata. Ellos no salen por ninguna gracia ni por el corazón de bolero o de melón que evocaba Sánchez, corazón de tarta o de Cupido, esos corazones que parecen culos de fresa quizá. No, según Cuixart, ellos salen porque el Estado no ha podido mantenerlos más en la cárcel, por la presión de la gente y por la presión de Europa. O sea, ellos han vencido al Estado sin más que sostener la escobilla y el papel Elefante, y nadie renuncia en una lucha que se puede ganar así, desde un retrete con cetro de faraón.
No, no está todo exactamente igual. Los presos no sienten que un ángel de alas descapotables de Capra, o quizá ese San Valentín de Galerías Preciados que sacaban las españoladas del cine, les ha dado una nueva oportunidad para redimirse. No, lo que sienten es que su perseverancia ha dado fruto, que su sacrificio les ha dado tiempo para reforzar sus músculos y su venganza, y así volver todos como Ben Hur. Lo que sienten es que salen porque tienen alianzas en la Europa de la mosquitera, de los clubs de esnobs, de las pequeñas onus de gente como pintada por Van Eyck y de los zoológicos de negritos como los que tenía Bélgica aún en el 58. Lo que sienten es que el indulto es la única manera que tiene el Estado de pedir perdón antes de que el nuevo amanecer de la civilización, que ellos lideran como Médicis con tractores, deje en ridículo a la España de hostia del guardia y reyes majos y galgueros.
De momento la concordia no se ve ni se adivina, por mucho que Sánchez pretenda haberla convocado o atraído a través de sus eventos musicales o ajardinados
Sánchez, siguiendo con el ovillado de sus pestañas y la croquetería (que no coquetería) de sus mechones, dijo en el Congreso que los indultos “iban a disminuir la discordia política y territorial”. Sin embargo, lo que sienten los presos es que van ganando por primera vez en mucho tiempo, exactamente desde que un 155 decretado desde la lejana y abarquillada butaquita de Rajoy, un 155 como sólo de carteros y telefonistas, sin brunetes ni alabarderos en la calle, redujera al silencio y a la sumisa cotidianidad toda la valentía indepe. Eso, que van ganando, es lo que entienden los indultados que les dice Sánchez cantando con las ardillitas. Y nadie cede cuando va ganando. Al contrario.
Los sediciosos están en la calle con todos sus cofres de venganzas, como el conde de Montecristo, con el propio Gobierno comparando esta España con el apartheid o con el franquismo de garrote vil y soconusco, y con diplomacias de medio minuto o medio pelo que no son capaces de parar el tacataca de Biden ni las resoluciones de una Europa que nos mide todavía con prejuicios y superioridad de los Beatles en Las Ventas. Los sediciosos están en la calle otra vez, sólo que forzudos de pesas de cemento y venenosos de tatuajes marineros. Además, fuera se encuentran a Sánchez que les espera para un baile con puesta en escena de pedida de mano de cadete. O sea, con Sánchez en la máxima “necesidad”, como dijo Rufián. Máxima necesidad que también es máxima fragilidad, y por eso Sánchez parece vestirse con tutú para ellos.
Sánchez no espera reconciliación, sólo la colaboración de los indepes, la suficiente para poder llevar con tranquilidad el resto de legislatura, es decir, para poder repartir sin sobresaltos el dinero europeo, ese oro nibelungo. Es la única baza con la que cuenta Sánchez para dar la vuelta a las encuestas, así que no busca concordia, sólo tiempo. Tampoco esta gente que se siente embravecida de mar y vencedora de un boxeo carcelario tiene ahora ganas de paz ni de venderse por otro estatutillo zapaterista, icetista o borderline.
No hay ganas de concordia sino de ron y de bandera pirata, y cualquiera se da cuenta. Hasta Sánchez, claro, pero eso entra en sus planes. Los planes indepes cuentan con Sánchez y Sánchez cuenta con los planes indepes. Es curioso porque si hay algo que necesitan las dos partes es tiempo y que les dejen hacer. Ahí va a estar el acuerdo, aunque no lleguemos a ver el momento del apretón de manos con escupitajo y sangre, entre loros, esqueletos de tortuga y papeles como de menú de mesón con calaveras y equis.
Entre la lluvia como una ceremonia de cenizas y bajo la bandera de negro y hueso, bandera pirata diseñada para el procés y que significa “lucha hasta el final”, los presos recién indultados parecían acercarse a la concordia sanchista como a un abordaje. “No hay indulto que pueda callar al pueblo catalán”, decía Cuixart confundiendo, como hace siempre esta gente, a toda Cataluña con su tripulación bucanera. “Hemos perdido el miedo”, “no habrá un paso atrás”, “seguiremos luchando para conseguir la independencia y la conseguiremos”, “hoy no se acaba nada, salimos a trabajar por la república, que nadie se equivoque”, “la independencia no es una opción sino una necesidad”. Eso decían, uno tras otro, los llamados a la concordia, hablando como contra una galerna. Junqueras, que salió lento y el último, como un divo rodante y esponjado del bel canto, se comprometió a seguir trabajando “hasta la victoria”. Pues ahí está la concordia, al abordaje.
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