Tenía que llegar el Tribunal de Cuentas, que es como un castillo de pesadilla, todo inspectores y auditores con el lápiz en la oreja como un fabricante de ataúdes del Oeste, para descubrirnos el verdadero sentido y el verdadero terror del independentismo: el dinero. El Supremo, con sus gruesas sogas de nazareno y sus jueces de charol de tricornio, es nada para lo que les entra a algunos por el cuerpo con el Tribunal de Cuentas. Son la mismísima Inquisición, ha dicho Puigdemont como un hereje de una religión sólo de copones, un antipapa de patenas y bordaditos. A lo mejor es eso, que cuando tienes tu propia religión libertina y loca del dinero, todo el que viene serio y memorioso con el libro gordo de las cuentas, como un tabernero que te ha apuntado las juergas con tiza, tiene que ser el mismísimo Torquemada. La Inquisición con tenacillas al rojo en los bolsillos como en los pezones, con una manivela de máquina de sumar números en rojo que cruje como el potro: sí, eso debe de ser el terror.
Por el dinero (un 3%) empezó la cosa, con dinero birlado o distraído se pagó la fiesta, por dinero tiemblan ellos ahora como monederitos de señora
Tiemblan en Waterloo como monedas en una hucha de cerdito, tiembla Artur Mas como una coma de sus porcentajes, y hasta tiemblan los indultados como pajarillos fuera de la jaula sintiendo que la libertad no vale nada si vienen los señores de la libreta, los funcionarios sin alma, con guadaña entintada de sangre y tóner. Sánchez les puede salvar casi de cualquier cosa, de una vida de hacer una y otra vez la Torre Eiffel con mondadientes en la cárcel, o de la vergüenza de no ser profetas ni yoguis sino reos de robar las instituciones como el que roba una farmacia. Pero nadie les puede librar del funcionario bajito de taburete, cojo de botón, manco a fuerza de cervantino, malgastado de frente, viudo de camisa, bizco de reloj, que te abre una carpeta como el esternón y te condena no a la celda ni al averno ni al deshonor sino a soltar pasta. Contra eso, aquí todavía no se ha inventado nada, ni siquiera el guapo de Sánchez.
Los listos del procés se han topado con el Tribunal de Cuentas, en el que ven a otro oscuro Tribunal de las Aguas español, tribunal de garrota y camisola negra que ordena la pobreza como un ahogamiento. Uno, la verdad, sólo ve la larga cola de españolitos que se persignan ante la administración, ante sus contenciosos, ante sus ventanillas, todos esos españolitos a los que les viene Hacienda, la Seguridad Social o el Ayuntamiento con el papel de la deuda como un papel firmado por La Mano Negra, y ahí se acabó todo. Uno a lo mejor llega incluso a poner recursos y reclamaciones, aunque nunca con demasiada fe, y no porque crea que son la Inquisición con guantelete de pinchos, sino porque en el fondo uno sabe que esos señores de tamponcillo, bigotillo y relojillo pasados de moda no te tienen manía sino que les ha salido la suma que les ha salido, como otras mil sumas más ese mes. A veces el burócrata es un seguro para la democracia porque nada, ni siquiera la ideología, es capaz de turbar su rutina y su aritmética.
El Tribunal de Cuentas no es exactamente una oficina de Hacienda, pero tienen detrás una ley orgánica, tres quintos de las Cortes y nueve años de cargo para que les dé más o menos igual vengarse de unos o de otros. Además, ni el funcionario más perverso o miope está libre de atenerse a las consecuencias de incumplir las leyes. Eso, que hay funcionarios, cargos o popes que no tienen que obedecer la ley, sólo lo creen los indepes y sus joteros, y ése es el verdadero problema. Ellos, que hablan en nombre de un pueblo o un vahído mitológicos, no pueden admitir que alguien totalmente antimitológico como un opositor, alguien que sólo hace sumas con una máquina como de churros, o enumera articulados en ese latín de fría lápida de la ley; no pueden admitir, decía, que alguien así les controle nada, ni el dinero ni la fuerza. Su poder debe ser total, su legitimidad debe ser total, su alcance debe ser total, y por eso no son la nueva democracia sino el viejo totalitarismo de éxtasis, ceguera y barracón.
El Supremo, el Tribunal de Cuentas, las leyes, la Constitución o las ordenanzas municipales vienen a ser lo mismo para el independentismo, o sea nada. Su poder, una cosa como de crismón vislumbrado en el cielo, no admite dudas, límites ni controles. Pero esto de las cuentas, el sudor frío del dinero expresado en papeles blancos y finos como de biblias o de tiques, esto les llega más hondo que ninguna cosa. Tanto hablar de concordia, ahí como alrededor de un árbol de la Coca Cola; tanto hablar de la política como algo de juntar piecitos, contrario a la venganza y al egoísmo, y resulta que todo, igual las fantasías que el miedo, se puede resumir en el dinero, que todo se puede traducir al dinero como al binario. Por el dinero (un 3%) empezó la cosa, con dinero birlado o distraído se pagó la fiesta, por dinero tiemblan ellos ahora como monederitos de señora y, al fin y al cabo, de dinero y no de alegorías aladas se habló en la Moncloa. Que ahora les persiga el pecado o el fantasma del dinero, como un cobrador de la luz, no parece cosa de la Inquisición sino del karma.
Tenía que llegar el Tribunal de Cuentas, que es como un castillo de pesadilla, todo inspectores y auditores con el lápiz en la oreja como un fabricante de ataúdes del Oeste, para descubrirnos el verdadero sentido y el verdadero terror del independentismo: el dinero. El Supremo, con sus gruesas sogas de nazareno y sus jueces de charol de tricornio, es nada para lo que les entra a algunos por el cuerpo con el Tribunal de Cuentas. Son la mismísima Inquisición, ha dicho Puigdemont como un hereje de una religión sólo de copones, un antipapa de patenas y bordaditos. A lo mejor es eso, que cuando tienes tu propia religión libertina y loca del dinero, todo el que viene serio y memorioso con el libro gordo de las cuentas, como un tabernero que te ha apuntado las juergas con tiza, tiene que ser el mismísimo Torquemada. La Inquisición con tenacillas al rojo en los bolsillos como en los pezones, con una manivela de máquina de sumar números en rojo que cruje como el potro: sí, eso debe de ser el terror.
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