La oficina del español, así de primeras, a lo que suena es a que le han reconocido por fin estatus administrativo o diplomático al bar de la esquina de siempre, con su partido, su tragaperras y su horario sindicado. El bar como oficina del españolito, eso es lo que piensa uno, que Ayuso se ha inventado una oficina del ser español, ella que es manola, maja, jamonera, cervecera y zarzuelera, y la ha situado en alguno de esos bares de huevos fritos como lunares flamencos y de máquina de café que recuerda a despedida de soldado en el tren. Pero yo creo que la idea de Ayuso es aún más española. Ayuso ha inventado para Toni Cantó el chiringuito redoblado y sublime, o sea el chiringuito que afirma desde su nombre la españolidad pura y excelsa del propio enchufe. La oficina del ser español no es un bar con lotería o con Perico Delgado, la oficina del ser español es el enchufe y así nos lo ha establecido Ayuso, ella que es españolísima como una aceituna rellena.
No hay ningún instituto del enchufe que se presente con esta exuberancia y con este espíritu fundante, este chiringuito con esta aspiración de arquetipo y estos sillones de fraile
La Oficina del Español, ahora sí, con sus mayúsculas, es el enchufe como estafeta, el enchufe como Banco de España aún con sus pesetas antiguas o eternas igual que relojes de estación, el enchufe como cancillería, el enchufe como póliza heráldica de todo lo español, el enchufe como embajada de un cervantismo de Rinconete y Cortadillo, que hará por allí por el frío extranjero más cultura española que el otro cervantismo de redondilla y marca de quesos. Esto, la verdad, le parece a uno mucho más significativo y profundo que algo del idioma, que un verdadero buró de lingüistas o escritores con espadín quevedesco o ayusero (a Ayuso le pega ya un espadín como a una sota) que defienda el honor del idioma con ese mismo espadín.
Ya tenemos a muchos pregonando la gloria de nuestro idioma, la fama de nuestro Siglo de Oro y la pujanza de la poesía subvencionada o de la prosa de mosquetero o costurera que se hace mayormente aquí. Pero no hay ningún instituto del enchufe que se presente con esta exuberancia y con este espíritu fundante, este chiringuito con esta aspiración de arquetipo y estos sillones de fraile en los que uno ya ve a Toni Cantó meneando la espada o la lanza de actor con lanza como el Quijote de las láminas de Doré. Ya hay un Instituto Cervantes, que tampoco es que desprecie los enchufes pero al menos tiene a escritores y a eruditos de verdad, y también un presupuesto de verdad. Si esta Oficina del Español fuera lo que dicen, nos encontraríamos con una repetición innecesaria, fea, cutre y hasta paleta, como si Ayuso quisiera exportar a otro Cervantes falso o segundón, un Cervantes de tren de Cervantes o un Cervantes confundido con un señor del Greco. Otro Cervantes, además, llevado por Toni Cantó como si llevara al Rockefeller de José Luis Moreno, o sea sin pegar nada.
El español no peligra en Madrid ni en el mundo, pero quizá sí falta el chiringuito alegórico del chiringuitismo, el enchufado agargolado que convierta el enchufe en catedral política. El idioma es fuerte, y más que tener otro ateneíllo cervantino en Madrid, como otra Plaza de España, resulta más pura, potente y evocadora esta Oficina del Español que llenará Toni Cantó él solo, como a veces llena una estantería una guía telefónica o un libro de Arguiñano, también muy españolamente. El enchufado casi quijotesco, el enchufado con toda una oficina de fantasía levantada para él, el enchufado todo lomo de cuero y letras bordadas, como una colección de libros huecos de los canales de teletienda, el enchufado de triste figura que hace de portada y de fetiche para el sanchopancismo político español y para la ingenuidad ciudadana. Eso sí que es original.
A Toni Cantó le podrían haber dado algo relacionado con el teatro, pero entonces sería un enchufado más, no un enchufado como alarde y majería del enchufismo, como capitel al aire del enchufismo, como espejo que se mira en el espejo del enchufismo. No se trata, como argumenta Ayuso, de que la izquierda tenga más chiringuitos (el nacionalismo siempre ganará aquí, por cierto). Se trata de que nadie puede ir de puro en esto, y Toni Cantó iba de puro y casi de desnudo, como un niño inclusero de la política. Tampoco puede ir de pura Ayuso, que ahorra en consejerías pero derrocha en alardes líricos, innecesarios y llenos de simbolismo, como este perifollo del enchufismo, más cínico que caro. No imagino una oficina del español más auténtica que convertir en Oficina del Español un chiringuito de uno solo, españolísimo como una litrona de uno solo. Ayuso quizá no ha montado el chiringuito más grande ni más lujoso ni más acompañado, pero sí el más castizo. No ha podido evitar ponerle al enchufe su marca de lo español, como una lata de aceite o una peña bética de Bélgica o por ahí.
La oficina del español, así de primeras, a lo que suena es a que le han reconocido por fin estatus administrativo o diplomático al bar de la esquina de siempre, con su partido, su tragaperras y su horario sindicado. El bar como oficina del españolito, eso es lo que piensa uno, que Ayuso se ha inventado una oficina del ser español, ella que es manola, maja, jamonera, cervecera y zarzuelera, y la ha situado en alguno de esos bares de huevos fritos como lunares flamencos y de máquina de café que recuerda a despedida de soldado en el tren. Pero yo creo que la idea de Ayuso es aún más española. Ayuso ha inventado para Toni Cantó el chiringuito redoblado y sublime, o sea el chiringuito que afirma desde su nombre la españolidad pura y excelsa del propio enchufe. La oficina del ser español no es un bar con lotería o con Perico Delgado, la oficina del ser español es el enchufe y así nos lo ha establecido Ayuso, ella que es españolísima como una aceituna rellena.
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