Hablamos de los ministros de Sánchez como si fueran importantes, cuando sólo son zapatos, ropita, ministros de temporada, ministros pamela, pantufla, paipái y hasta cerilla. Los ministros sirven para vestir a Sánchez, lo visten de astronauta, proletario, cultureta, siniestro o agente secreto hasta que eso no resulta molón y los ministros terminan en el cajón de los trapos, en la cama del gato o en la chimenea, ardiendo tristemente como una carta. Quitando a Calviño (el dinero es lo único que no puede ser cosmético) y los ministerios minarete de Podemos, que aún lo sostienen, lo demás es para Sánchez material de vestidor o de saco de la parroquia. Eran ministros abrigo viejo, jersey de abuela, camiseta de Ibiza o calcetín desparejado a los que se les tiene el cariño justo, pero eso no los salva. Sánchez no ha cambiado de Gobierno, sino de look. Sánchez quiere ser otro Sánchez otra vez, pero ya no basta con cambiar de eslogan. Por eso ha hecho esta terrible hoguera de ministros y edecanes como de sotanas o libros.

No es que Sánchez se deshaga de los que no le sirvan, sino que se deshace precisamente de los que mejor le han servido, los que él ya ha consumido, de los que él se ha alimentado

Sánchez, en una crisis como adolescente, vital, total, radical, angustiosa como la del acné (esta crisis por el PP/Ayuso, en fin), se dispone a darle la vuelta a toda su persona cambiando el armario, la música y el peinado. Lo que ocurre es que Sánchez no ha hecho otra cosa desde que empezó que esto mismo, negarse, contradecirse, girarse, mudarse de sombrerito, de tribu urbana y de acera como en un baile o pelea de West Side story o de Quadrophenia. Que necesite esta hoguera sacrificial y purificadora en la Moncloa, hoguera de proporciones góticas, sólo demuestra su desesperación. El cambio tiene que hacerse con sangre y con fuego, como ante un dios caníbal o babilónico, esos dioses del poder y la crueldad sin medida que funcionan como calderas de locomotora, echándoles huesos y almas.

No basta con cambiar ministros, Sánchez tiene que matar a hermanos o padres, necesita ya magia de sangre. Sánchez se ha deshecho de Iván Redondo como del amigo imaginario que le acompañó en todo pero le hacía parecer tonto, ha prescindido de Carmen Calvo como de la tía graciosa, torpe y locuela; ha sacrificado a Ábalos como a un galgo, como a un chucho viejo, de piel colgante, feo y fiel; ha desplazado a Iceta hasta casi el mobbing, hasta ponerlo a hacerse fotocopias de la calva en un ministerio maría, y ha dejado que el pobre Juan Carlos Campo haya pasado como una mecha que prendió e hizo explotar los indultos de una manera bastante ridícula, como un petardo dentro de una tarta. No es que Sánchez se deshaga de los que no le sirvan, sino que se deshace precisamente de los que mejor le han servido, los que él ya ha consumido, de los que él se ha alimentado. Con eso se rejuvenece. Es algo casi vampírico.

El plan de Sánchez para la segunda parte de su mandato es darle la vuelta a su colchón sangriento y decirnos que allí no ha pasado nada, que allí no han sido mancilladas vírgenes ni sacrificadas cabras (o quizá fuera al revés). Primero, tiene que volar el sotanillo de la Moncloa y restablecer las jerarquías del partido, por eso ha tirado por el barranco al abarrancado Iván Redondo. Redondo soñaba con El ala oeste de la Casa Blanca, donde todo transcurría y se decidía como en un hormiguero, en cuatro o cinco estancias o despachos, en cuatro o cinco galerías o pasillos, y entre cuatro o cinco personajes brillantes pero agusanados. Así que Sánchez quita al antiorgánico Redondo y al orgánico Ábalos, vuelve a meter a viejos fontaneros, como Óscar López, ya con gotera palaciega de bañera de bronce o de gárgola lluviosa, y apadrina a jóvenes alcaldesas que puedan descabalgar a los barones, esa gente también como de parador. Sánchez ha negado y anulado todo lo que era el PSOE, pero pretenderá restaurar el escalafón de partido con su absoluto control y patrocinio.

Lo segundo es moderar la estrategia de apaciguamiento con el independentismo, haciéndose un poco el tardón y el despistado con la mesa de negociación y las pullas de barberillo de Rufián. Sánchez irá dejando pasar el tiempo e irá tirando cada vez más hacia un constitucionalismo blandito pero suficiente, de orla, de Constitución de vitrina. Iceta ya no será el ministro del apaciguamiento, sino la vieja cuota del PSC, y terminará como otro piano arcón de Narcís Serra. Lo tercero será dejar que Podemos se siga quemando en sus ministerios inflamables y panfleteros, y quizá escenificar una ruptura trágica y patriótica, justo antes de convocar elecciones. Y lo cuarto, pero seguramente más importante e inmediato, será repartir con maña e intención los dineros europeos.

Sánchez se presentará pronto como todo lo contrario a lo que ha sido, o a lo que fue, o a lo que es, que es la manera más pura de no dejar de ser Sánchez. Lo veremos moderado, constitucional, borbónico, casi susanista, austero incluso, sin posar con Martini aunque después de haber regado de dinero y oro de retablo los camarines de su partido, de los medios afines, del empresariado y de la claque en general. Sánchez sabe que cada vez resulta más difícil que lo crean, por eso ha matado a sus amigos y a sus ministros como a gatitos, y ha quemado sus fotos y sus chupas en una hoguera de expiación. Hablamos de ministros pero los ministros son sólo trapitos para Sánchez, que puede ir del gore a la pana remojada felipista sin inmutarse. Él no dirá que cambia de tiro de pantalón ni de espejo mágico, sino de vida. Él no dirá que le da la vuelta al colchón a mitad de legislatura como a mitad del año, sino que se nos presentará como un renacido. Y nunca será más auténtica su persona ni su farsa que en ese momento.

Hablamos de los ministros de Sánchez como si fueran importantes, cuando sólo son zapatos, ropita, ministros de temporada, ministros pamela, pantufla, paipái y hasta cerilla. Los ministros sirven para vestir a Sánchez, lo visten de astronauta, proletario, cultureta, siniestro o agente secreto hasta que eso no resulta molón y los ministros terminan en el cajón de los trapos, en la cama del gato o en la chimenea, ardiendo tristemente como una carta. Quitando a Calviño (el dinero es lo único que no puede ser cosmético) y los ministerios minarete de Podemos, que aún lo sostienen, lo demás es para Sánchez material de vestidor o de saco de la parroquia. Eran ministros abrigo viejo, jersey de abuela, camiseta de Ibiza o calcetín desparejado a los que se les tiene el cariño justo, pero eso no los salva. Sánchez no ha cambiado de Gobierno, sino de look. Sánchez quiere ser otro Sánchez otra vez, pero ya no basta con cambiar de eslogan. Por eso ha hecho esta terrible hoguera de ministros y edecanes como de sotanas o libros.

Contenido Exclusivo para suscriptores

Para poder acceder a este y otros contenidos debes ser suscriptor.

¿Ya estás suscrito? Identifícate aquí