Yo creo que Carmen Calvo se ha marchado del Gobierno inaugurando por fin su ironía, ella que hasta ahora no conocía la doblez, que nos enseñaba la política como la abeja Maya nos enseñaba la flor y la vida, a través de sus ojos de gota de gorgojo. “El traspaso más amoroso de la historia de la política de España”, ha llamado a su relevo con Félix Bolaños. Nadie puede ver amor en esta escabechina del presidente, así que quizá Sánchez, como última vileza, ha conseguido volver cínica a la transparente Carmen Calvo. Hasta cuando se traspasaban la cartera, como con dónut muy glaseado y oficial dentro, han caído insinuaciones, recaditos, reproches. Bolaños, que la última vez hacía de cura inverso con crucifijo inverso y muerto inverso en el Valle de los Caídos, dejó para Redondo que los ministerios “no se pueden pedir ni se deben rechazar”; Iceta dijo sentir mucho dejar ese ministerio suyo de la catalanidad tibia, y Ábalos ni mencionó a Sánchez. El amor que mata, a eso se referiría Calvo.
Sánchez ha empezado a desmantelar el sanchismo de carne de cañón, el de Ábalos o Calvo o Campo, y también ese otro sanchismo, el de Redondo, que estaba entre la cienciología y la boy band
Calvo se despedía desprendiéndose de ella misma, como la mariposa del Gobierno que siempre fue. Su sincera limpidez se volvía sarcasmo, un sarcasmo agrandado por su primicia, y nos dejaba otra verdad por oposición. “El traspaso más amoroso de la historia de la política de España” es una frase digna de la mesa rala del Buscón. Nadie, ni los del sotanillo ni los del partido, ni los leales ni los enemigos, se atreven a negar que la purga de Sánchez ha sido un baño de sangre como un baño de leche de burra. Sánchez ha querido blanquearse con cal y vainilla de los esqueletos de camaradas y devotos, ha tirado como por la barquilla del globo, como pura arena de gato, a los que apoyaron y sostuvieron sus mentiras y sus bandazos, y quiere borrar la mala imagen del sanchismo cargándose a los sanchistas pero quedándose él negándose a sí mismo, o sea afirmándose otra vez.
Los ministros enviudaban de ministerio como viudas indias, sobre una pira de juegos de escritorio, lacres rotos y molduras de carruaje. Ábalos parecía que se licenciaba de los Tercios y no nombró a Sánchez, sólo habló del orgullo de haber servido a España con un dolor tierno y desengañado de gigante traicionado. La gente habla mucho de Iván Redondo, que les parece ahora el cordero de Sánchez como el cordero de Zurbarán, pero el que aguantaba comparecencias, preguntas, marrones; el que tenía que comparar a Junqueras con Mandela y recibir a Delcy como a la reina de Saba, manteniendo siempre su cara de hogaza o luna serrana de Álvaro de Luna, era Ábalos. Ábalos como el sargento de cocina de todo, Campo que se retorcía justificando los indultos como se retuerce un legajo quemándose, Calvo enfrentándose a Ayuso sólo con una lata de berberechos como el Yelmo de Mambrino o manteniendo su pelea de feminista cigarrera contra el feminismo nebuloso de Podemos. Ésos sí eran los corderos de Sánchez, Iván Redondo sólo era como un Mefistófeles de compramostucoche.es.
Iván Redondo dicen que quería un ministerio, esa ambición como de gola y tamponcillo que ha tenido otra gente tan de gola y tamponcillo como Baltasar Garzón, por ejemplo, y que por lo visto frustra mucho si no se consigue. Uno no acaba de entender ese anhelo que parece de tecnócrata del Opus o de plumilla del franquismo, cuando un ministro a lo mejor era algo, como ser nuncio. Pero ministros han sido Máximo Huerta, Bibiana Aído o Celia Villalobos, y lo son Alberto Garzón o Irene Montero, o sea que no sé dónde está ya el glamur ni el orgullo ni el estatus de ser ministro. Iglesias decía que ahí no había poder y quizá es cierto, quizá sólo hay una especie de ventanilla de estafeta en los telediarios. Una vulgaridad, pero hay quien no se contenta con menos que con la vulgaridad.
Redondo estaba ahí en su submarino o en su serie, cogiendo fama de dios del inframundo, de amo de los calabozos, de fantasma de la ópera, con más poder que cualquier ministro, pero a lo mejor él quería presumir como ante su abuela, que no aprecia el poder pero sí que su nieto salga cada día en la tele como salía Carlos Mata en su culebrón. Ahora da igual porque Sánchez ha empezado a desmantelar el sanchismo de carne de cañón, el de Ábalos o Calvo o Campo, y también ese otro sanchismo, el de Redondo, que estaba entre la cienciología y la boy band.
Había ministros que se iban lentos, tristes y molidos, como de sus trabajados campos arrasados, y había ministros que se mudaban encabritados y a medio vestir, como de su alcoba ardiendo (Iceta). Había ministros que incluso se iban casi inéditos, como un Quimicefa sin estrenar, como Pedro Duque. Y había ministros, como Calvo, que se despedían con una lúcida ironía, un despertar irónico a la verdad del sanchismo, y que merecería ser la lápida de esta época absurda. El traspaso más amoroso de la historia de nuestra política, sí. Duros rocines, corderitos de bodegón o cantata, pálidos escribanos, enamorados de tirarse por el balcón, todos pasados a cuchillo sin piedad. Con Sánchez lo único seguro es que algo te matará de amor.
Yo creo que Carmen Calvo se ha marchado del Gobierno inaugurando por fin su ironía, ella que hasta ahora no conocía la doblez, que nos enseñaba la política como la abeja Maya nos enseñaba la flor y la vida, a través de sus ojos de gota de gorgojo. “El traspaso más amoroso de la historia de la política de España”, ha llamado a su relevo con Félix Bolaños. Nadie puede ver amor en esta escabechina del presidente, así que quizá Sánchez, como última vileza, ha conseguido volver cínica a la transparente Carmen Calvo. Hasta cuando se traspasaban la cartera, como con dónut muy glaseado y oficial dentro, han caído insinuaciones, recaditos, reproches. Bolaños, que la última vez hacía de cura inverso con crucifijo inverso y muerto inverso en el Valle de los Caídos, dejó para Redondo que los ministerios “no se pueden pedir ni se deben rechazar”; Iceta dijo sentir mucho dejar ese ministerio suyo de la catalanidad tibia, y Ábalos ni mencionó a Sánchez. El amor que mata, a eso se referiría Calvo.
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