No sé cómo definirlo. Es una sensación extraña, llevadera, pero capaz de generar una leve angustia. Jamás la había sentido. El primer síntoma es un peso ‘asfáltico’ que presiona el pecho o la mente, o ambas a la vez. Es sutil pero va en aumento. La padece quien sabe que debe recorrer muchos kilómetros para reencontrarse con el mar. Haber estado siempre tan cerca, haber escuchado gaviotas y respirado el aire salino durante los veranos como algo cotidiano puede derivar en una suerte de ‘dolencia’ física, mental o imaginaria cuando desaparece. Vivir cerca del mar no te prepara para dejarlo atrás durante un largo periodo de tiempo.
Yo lo sufrí en Castilla-La Mancha. En Albacete no hay mar. En Madrid tampoco. En ambas ciudades experimenté esa extraña sensación durante sus calurosos veranos. El siguiente síntoma es la necesidad de tomar aire, de buscar una salida de emergencia cuando se toma conciencia de que 450 kilómetros, llanuras interminables, montañas y tierras de secano te separan de las olas que siempre habían estado ahí.
En la playa la percepción de libertad es casi absoluta. En tierra de interior el horizonte choca en ocasiones con la pared de la piscina
Aceptar la transición de la costa al interior, de la arena a la estepa, lleva tiempo. Asumir que el chapuzón playero se reconvierte en un baño ‘piscinero’, a menudo rodeado de semejantes, no es algo que se haga de un día para otro. Tragar cloro o tragar sal no es lo mismo. En la playa la percepción de libertad es casi absoluta. En tierra de interior el horizonte choca en ocasiones con la pared de la piscina. También la sensación de brisa marina que mitiga temperaturas se debe dejar en el recuerdo para convivir con el “tranquilo, por las noches refresca” del interior. Después está el concepto de la sierra, el lugar donde parece que todos los males se curan. No sé, está bien, pero la sierra no es el mar ni la montaña la playa.
Aquella mañana de agosto el vaso ya había colmado hacía días. El termómetro llevaba varias jornadas marcando nuevos récords. El sábado sería el día la salvación, el del reencuentro tierra-mar. La víspera acudí a una agencia de viajes a preguntar dónde estaba la playa más cercana: “Benidorm”, me dijeron, “pues deme un billete”. Jamás pensé que tendría que pagar para ir a la playa… Es lo que tiene estar mal acostumbrado.
Tres o cuatro autobuses estaban ya dispuestos para trasladarnos a un lugar mejor, o al menos más fresco
La partida hacia el nuevo mundo requeriría madrugar. A las 7.30 horas salía el autobús hacia ‘el Dorado’ alicantino. Toalla, bañador, visera y algo de dinero -poco, el que había-. No hace falta más. Pronto descubrí que aquel ansia de mar no lo sentía sólo yo. Mientras la fresca matinal se diluía cientos de personas, en su mayoría perceptores ya de pensiones más o menos generosas, esperaban como yo. Tres o cuatro autobuses estaban ya dispuestos para trasladarnos a un lugar mejor, o al menos más fresco. Decenas de sombrillas, de sillas de playa, de tarteras, mochilas y demás enseres del ‘por si acaso’… Y así, todos juntos durante dos horas de trayecto.
El viaje en ‘rebaño’ hasta Benidorm fue bien. Por fin conocería aquella playa, aquella localidad de la que llevaba años escuchando maravillas y a la que miles de vascos viajaban cada año y no pocos residían durante meses. Tendría que ser inigualable para tanto fervor. Recuerdo que el autocar se adentró por sus calles y la primera sorpresa me la suscitaron las tiendas de souvenirs, las de elementos playeros y de productos dirigidos a turistas que abarrotaban las aceras. No, en la costa vasca de eso apenas hay, no al menos entonces, hace cinco lustros.
Los autocares pararon en una ladera. Cuesta abajó, la playa y el mar. “¡Regresen aquí a las seis de la tarde, si no están, nos vamos igual!”, recordó el conductor a los ya ansiosos viajeros mientras chocaban entre si sacando sillas y sombrillas para comenzar la carrera hacia su cuota de arena. Aquello me recordó a las excursiones del colegio, sólo faltó el consabido “¡y que nadie se pierda!”. Ya quedaba menos para descubrir Benidorm, ese símbolo del turismo español, ese imán capaz de atraer visitantes de medio mundo. El sol seguía luciendo como lo había hecho todas las semanas anteriores pero el calor por fin se había mitigado. El mar es un bálsamo para el termómetro y el mal humor, siempre lo he pensado. El aroma a salitre jamás me había revivido tanto.
La ‘ansiedad asfáltica’ pronto empezó a remitir. Lo hizo mientras otra intentaba ocupar su lugar, la ansiedad por la masificación
Y ahí estaba, tras el bosque de rascacielos. Larga, casi interminable comparada con los arenales que conocía. Estrecha, repleta y sin hueco para extender una toalla pese al madrugón playero. “Quizá esté la marea alta y se ampliará cuando baje…”, pensé. Ingenuo. Horas después apenas se movió. No, el mar del Levante no es el del Cantábrico. Ni sus mareas ni su oleaje. Otra lección más. La ‘ansiedad asfáltica’ pronto empezó a remitir. Lo hizo mientras otra intentaba ocupar su lugar, la ansiedad por la masificación. Aquello no podía descansar a nadie… no al menos en mi concepto de relax. Niños, padres, madres y abuelos por miles compartiendo un espacio minúsculo y llamando a eso un día tranquilo de playa. ¿Aquello era la gloria? ¿Really, George?... Seguro que en invierno, en otoño, en primavera lo es, pero en verano, imposible.
Llegó la hora de comer. Era un día especial y había que disfrutarlo dentro de lo posible. La playa acumulaba cierta decepción por la saturación pero había cumplido su papel. En los numerosos locales a pie de paseo, ofertas sin fin para comer. El plan era un bocadillo pero los precios por los suelos y las grandes promesas me hicieron cambiar de idea. En tierra de paella podríamos estirarnos. ¡Qué ingenua es la juventud! Terminé cazado por un menú-turista tipo. Una pena.
La pregunta que me rondaba desde primera hora era qué llevaba a miles de vascos a preferir aquello a las playas y el mar de la costa cantábrica. Allí los arenales no estaban tan saturados, los turistas aún se contaban con las manos y las mareas permitían un desahogo imposible en la estrecha playa de Benidorm. Era evidente que sólo debía ser el sol, es de lo poco que en el País Vasco no está asegurado en verano. Entiendo que ir en busca del sol puede convertirse en una obsesión cuando la lluvia ensombrece gran parte del año. Más aún cuando el trabajo ya es cosa del pasado y te llega la edad de disfrutar del tiempo libre. El Benidorm del invierno, del otoño, imagino que tendrá un encanto que en nada se parecerá al veraniego.
El PNV tiene hasta un ‘Batzoki’, inaugurado en 2003, y EH Bildu ha llegado a celebrar un acto electoral en busca de vascos en Benidorm
Algo tiene este emblema del turismo en España que encanta a los vascos. Hasta los políticos lo saben. Ni siquiera ellos descuidan el ‘caladero’ de 8.000 votantes que existe en esta localidad alicantina. El PNV tiene hasta un ‘Batzoki’, inaugurado en 2003, y EH Bildu ha llegado a celebrar un acto electoral en busca de vascos en Benidorm. Los vascos tienen incluso su propia calle, su zona de pintxos. La afluencia de jubilados venidos de Euskadi es tal que durante la pandemia los responsables sanitarios vieron en Benidorm la posible causa de no poder localizar a miles de mayores para ser vacunados, “estarán en Benidorm”, aseguró jocoso un responsable de la Consejería.
A la tarde le quedaban aún un par de horas. Un chapuzón más en un mar templado, eso sí que se agradece… y hora de marchar. Llegaron las 18.00 horas. Obedientes, los cientos de excursionistas estaban dispuestos a regresar al interior, a 200 kilómetros del mar. El ánimo para la vuelta ya era distinto, más relajado y feliz. El aspecto también, más colorado y fatigado.
Una vez más quedó demostrado el valor sanador del mar, de la playa, del aire salino. La ‘fatiga asfáltica’ había desaparecido y la vida volvía a tener otro frescor. Es en esos momentos cuando eres consciente de la fortuna de quienes lo tienen cerca para disfrutarlo sin fin. La de quienes lo observan desde su casa, lo disfrutan a cinco paradas de metro o quienes simplemente no lo necesitan. Benidorm es Benidorm y así hay que quererla. Para muchos es su paraíso, su rincón de descanso y con eso es suficiente. Para otros, una opción que en un momento de nuestra vida nos rescató de la ansiedad y nos acogió para renovarnos.
No he vuelto. Quizá es tiempo de regresar a Benidorm, de verlo y disfrutarlo con otros ojos, en otras circunstancias y de otro modo. También de dar gracias por ser afortunado. Suerte la mía.
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