Hora bruja en la carretera: hora de comer. Es lunes, y los lugares recomendados están cerrados por descanso. El depósito está vacío y en la próxima salida hay un área de servicio. Junto a la gasolinera, un bar restaurante recordado entrañablemente por el compañero de viaje: aquí parábamos siempre que veníamos a esquiar. La nostalgia es un error. Hay quien sostiene que la nostalgia, incluso, da gases. Pero hay que comer. Es una de esas servidumbres animales del ser humano de las que somos especialmente conscientes en itinerancia.
La gran explanada está llena de turismos y camiones que hierven al sol. Algún remolque varado sin cabeza tractora. Y unos palés de sandías aparentemente abandonados. El gran edificio remite a tiempos mejores. Si atendemos a la rotulación, un ala entera, generosa, está dedicada a CELEBRACIONES. Pero el aspecto de casa encantada y las desvencijadas celosías blancas que bloquean improvisadamente la puerta indican que últimamente no ha habido nada que celebrar. Ante la escalinata principal, pintada en el asfalto y recuadrada con línea discontinua, se lee la palabra NOVIOS.
Un poco más allá está el acceso al modesto hotel y al bar. Dentro de este, las mesas altas y bajas se distribuyen sincopadamente. La pandemia ha desbaratado el peculiar interiorismo del bar español, su orden antiguo y grasiento. En una nevera languidece, perfectamente refrigerado, un lote menguado de dulces de la zona. Hay varias vitrinas con suvenires y bisutería ínfima –pulseras para el mal de ojo, 2€– que nadie nunca comprará.
Todas las mesas del bar están ocupadas. Pero hay sitio en el oscuro comedor contiguo. Allí, la disminuida potencia de la iluminación de bajo consumo ha sido adaptada al aforo reducido de la nueva normalidad. Sobre un biombo arrinconado que recrea una idílica cascada y nada separa, un gran televisor domina en picado la estancia con los argumentos averiados del prime time del infoentretenimiento, rivalizando con la ruidosa videollamada de una familia. Rehusamos la mesa que se nos ofrece junto a ellos.
Volvemos al bar. Con paso nervioso pero excelente disposición, un solo camarero va y viene de la cocina, escruta comandas, abre botellines, pone cafés. Atiende desde la barra vedada con cinta negra y amarilla las apremiantes peticiones de los clientes, casi todos veraneantes camino de la costa. La afable diligencia del hombre y el buen humor prevacacional aligeran una situación que de otro modo sería insostenible.
Mira, una mesa libre. ¿Qué te apetece? Cunde la sensación de que la escueta oferta de la carta es una ruleta rusa a la inversa. Llegados a este punto, la pareja de viajeros asume con resignación que la nostalgia, además de ser un error, dará gases.
La carretera brinda un sinfín de lecciones al conductor sensible. El depredador del SUV que te da las luces a 170 para que te apartes de su camino es tu compañero de trabajo, tu vecino, el ciudadano intachable que aplaudía a las ocho desde el balcón, o todo lo contrario. Tan cierto como que en el área de servicio, como ante las puertas del cielo, todos somos iguales.
En carretera nos vamos acostumbrando a que las vacaciones consistirán, en buena medida, en hacer cosas que no queremos hacer
En las estribaciones de las carreteras españolas, el tiempo parece paradójicamente detenido. El café malo, el baño sucio, la bollería hidrogenada y los precios desmesurados ponen de los nervios al urbanita acostumbrado al café de especialidad y al pan de masa madre. Los negocios de la carretera parecen orgullosamente ajenos a las exigencias de la economía de mercado. Son peajes que padecer para llegar al destino soñado, pantallas que superar para terminarse el juego de cruzar los inciertos dominios de la España vacía y empezar el no menos excitante de las vacaciones. Pero todo ello quizá no sea indicativo de una gerencia insensible y perezosa, sino el maloliente reflejo, en el suelo de un aseo encharcado, de lo que somos y lo que hacemos.
En carretera volvemos a ser aquel país pobre, sin grandes exigencias, que no pedía el vino por copas discriminando entre denominaciones, sino que bebía en vaso de duralex el clarete de garrafa que se rellenaba en la bodega de abajo, o el Cumbres de Gredos de taponcito de goma.
Y también en carretera –como en el aeropuerto, ese vientre de ballena señalizado que juega, de control en control, con nuestra dignidad– nos vamos acostumbrando a que las vacaciones consistirán, en buena medida, en hacer cosas que no queremos hacer. Comer donde no se quiere pagando lo que no se puede, quedar con quien no apetece, correr para llegar antes que los demás a lugares a los que no deseamos ir, hacer cola para pedir un helado que nos sentará mal, como el gorro que compramos por la mañana para protegernos del sol que no queremos tomar.
Y hacerlo todo sin perder la sonrisa, disimulando la irritación, porque estamos de vacaciones. Adaptando a Foster Wallace, que en gloria esté, haciendo cosas supuestamente divertidas que volveremos a hacer el año que viene, y el otro y el otro. Pagando el precio de pasarlo fenomenal al mismo tiempo que todos los demás.
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