Lo recuerdo bien. Llegó a sintetizar la imagen de una época. Sencillo, doméstico, sano y de fácil ‘comercialización’ pese a la consabida mueca de desaprobación: Puré de playa. Era de verduras, las que tocaran. También llevaba mucho de familia, condimentos de autoridad bien entendida, dosis de amor sencillo y la carga de disciplina necesaria. Aquel siempre fue un puré de vida. Salía del carrito como la estrella de la mesa para amargar la respuesta a la pregunta “¿qué hay para comer?”. Pelo mojado, toalla secando y ojos filtrando el sol. “¿Otra vez?” Sí, otra vez. Y qué.
Aquel tarro de cristal, verdoso o amarronado, según correspondiera, era la única recompensa al chapuzón matinal. Concentraba lo mejor y lo peor, el lado oscuro de la dieta infantil y el símbolo de la vida veraniega y en familia.
El Puré de playa era la receta más sencilla cuando los niños no mandaban en las casas, cuando la tontería afloraba menos, sabedora de que no sería correspondida
La ‘minipimer’ trituraba a partes iguales playa y verduras. El tiempo ha dotado de matices y texturas aquel recuerdo. El Puré de playa era la receta más sencilla cuando los niños no mandaban en las casas, cuando la tontería afloraba menos, sabedora de que no sería correspondida. Era el único plan, no había ‘opción b’. Eran tiempos en los que las rabietas eran respondidas con una mirada implacable o, en el peor de los casos, con una colleja si persistían más allá de lo razonable. Y no, no era maltrato. Al algodón, a los niños de ‘cristal’ consentidos y a la ‘dictadura’ infanto-juvenil, aún le quedaban varias décadas y una pandemia para instalarse en algunas casas.
Nadie ha muerto por comer puré en la playa. Puede ser un suplicio desde la mirada de un niño y un lujo sencillo desde la de un adulto. A la orilla del mar, bajo el sol y sentado sobre la arena con los tuyos todo sabe a gloria, incluso el brócoli. Aquel Puré de playa representaba entrega pero también autoridad, eficacia e inteligencia. Y amor, sí, mucho amor. Las verduras también pueden aportarlo. No sólo se manifiesta en el apoyo, el aplauso, el beso, el abrazo o el consejo. Educar, corregir, castigar y prohibir puede ser uno de los mayores signos de amor. Entre la ‘letra con sangre entra’ y el ‘lo que tú quieras, mi vida’ perpetuo existen muchos escalones.
En la España del enfrentamiento, la disputa y la división por todo y a todas horas hace falta más Puré de playa. Más generosidad, más tiempo compartido, más gestos cotidianos, sanos y sencillos. Aquella receta nunca requirió de grandes madrugones ni de complicadas elaboraciones. Siempre fue un amor estival de fácil digestión y reparto. Un plato capaz de fortalecer, sin pretenderlo, el vínculo madre-hijo.
Nadie dijo que una familia era una democracia, ni que debiera serlo. Para tener voto en la familia primero se debe identificar la senda hacia la madurez, comenzar a recorrerla de la mano para acelerar el paso y afianzarlo en solitario y plena libertad. El Puré de playa sólo es un primer peldaño.
En aquellas playas de los 80 que recuerdo se comía en la arena, los más afortunados en mesas plegables que chirriaban por el sol y el salitre
La fotografía incluye aquellas fiambreras Magefesa metálicas, inolvidables; tapa azul, base roja y en medio, platos gris y amarillo. Gran invento. Dentro, filetes de lomo, vuelta y vuelta, una tortilla de patata o unos macarrones. El día de fortuna, algo de pescado pero sin complicarse más de lo necesario. En aquellas playas de los 80 que recuerdo se comía en la arena, los más afortunados en mesas plegables que chirriaban por el sol y el salitre y en torno a las cuales se sentaban la familia, los amigos y algún conocido reencontrados en los paseos de orilla. Momentos de puesta al día, de conversación trivial o incluso de discusión. Pero todos juntos, los de aquí y los de allí.
Los viernes de Puré de playa siempre fueron especiales. Aquel último día laborable de la semana los padres regresaban al pueblo como un ejército disciplinado. Por eso los viernes tocaba helado. La llegada de aita era motivo de celebración. Siempre lo fue, lo será siempre... aunque él ya no pueda recordarlo. Las pequeñas cosas, las importantes, hay que celebrarlas para mantenerlas vivas: Frigopié, Drácula, Colajet,… ¡qué felicidad!
Hoy apenas se ven purés en la playa. Tampoco demasiadas mesas plegables, ni familias, amigos y reencontrados unidos en torno a una comida servida sobre la arena. Demasiado trabajo, demasiado incómodo para la generación del Tuit y el Toc. La fiambrera playera ha dejado de formar parte del paisaje veraniego. Lo ha sustituido el bocadillo -siempre fue una solución más cómoda-. ‘Bocadillos de arena’, sin alma, hechos de mañana, empaquetados en una bolsa y engullidos en unos minutos sin apenas conversación ni capacidad de atracción de familiares, amigos y extraños.
El ‘procés’ infantil, la declaración unilateral de independencia generacional ni siquiera se vislumbraba
En aquellos años 80 los niños aún no habían dado su golpe de Estado generacional. Tampoco las tecnologías habían abierto el acantilado paternofilial. El ‘procés’ infantil, la declaración unilateral de independencia generacional ni siquiera se vislumbraba. Comían lo que había “y punto”. Y hacían lo que se debía, lo que se les ordenaba por quien más y mejor les quería. Y todo sin negociación de igual a igual ni indulto posible. Ni siquiera en el cumplimiento de la 'condena' de dos horas -sí, las mías eran de dos horas- de digestión requeridas antes de seguir bebiendo el mar y las olas.
En aquella Euskadi inmersa en años de renacer institucional, a puertas de una crisis industrial y bajo una niebla social permanente fruto de la violencia, la playa era el remanso de luz, de horizonte y aire puro necesario para respirar a pulmón lleno. Hoy las playas se han convertido en lugares de exposición más que de disfrute. No sólo a la hora de exhibir palmito, niño o toalla. También a la hora de comer.
La España de los 80 no es la del 2021, ni debería serlo. La generación de entonces, las madres, los padres tampoco somos los mismos. Ni la entrega, ni la capacidad de sacrificio, ni las familias se asemejan a las de hace cuarenta años. La cultura de la fiambrera en la que nos educamos ha sido arrollada por la del chiringuito y el pincho como solución rápida y cómoda. Tampoco las jornadas playeras son tan largas. El sol que quemaba y pelaba espaldas por cientos la primera quincena de julio hace décadas hoy se topa con capas de protección social y una cultura de prevención necesaria.
No siempre el pasado fue mejor que el presente. Tampoco se vivió mejor o fuimos mejores. No. Hoy las mujeres no son tan esclavas gastronómicas –pese a seguir siéndolo de modo mayoritario- del día en familia en la playa. Cada vez más padres hacen algo más que aparcar el coche. Las familias se han reducido y sus hábitos han cambiado. Pero la lección oculta de un puré, de playa, de montaña o de piscina, sigue siendo un camino sencillo y generoso de aprendizaje, amor y recuerdos imborrables. Hagamos más Purés de playa.
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