Me he comprado una tabla de paddle surf. Sí, yo, residente en Madrid. Mi familia no podía parar de reír cuando se lo conté. “¿Dónde la vas a usar, en Madrid Río?”. He sucumbido a la moda y a las ofertas de los supermercados alemanes en pleno verano olímpico. ¿París 2024? Tampoco nos precipitemos.
Nunca he sido una gran deportista, pero cada vez que he hecho algo de deporte cerca del agua he sido feliz. Como un día que Isabella se puso a nuestra disposición y nos intentó enseñar a surfear. Ella, que tenía aplicaciones instaladas para saber si había olas, se ofreció a que nosotras intentásemos no ahogarnos en el Pacífico. Quizá su objetivo fuese más ambicioso, el mío, desde luego que no.
En otra ocasión, Marta nos invitó a enamorarnos de Asturias y descendimos el Sella en kayak en agosto. Aquello parecía Las Ramblas, pero era mejor porque había chiringuitos donde beber sidra con amigas.
Ahora tengo una tabla de paddle surf que irremediablemente me transporta a California. Viví nueve meses en Isla Vista y no, todavía no lo he superado. Tener una experiencia en el extranjero te cambia la vida y los que creéis que exageramos es porque no lo habéis probado. Allí tuve antes una pulsera del club excursionista de la universidad que un contrato de alquiler, mis compañeros de campus andaban descalzos en skate y había más gente como Isabella, pendiente de las olas todo el día.
Dicen que el lugar, el momento y la compañía es lo que hacen especiales las experiencias e Isla Vista tiene mucho de las tres cosas. Si lo buscan, verán que es un pueblo independiente de Goleta, en el condado de Santa Bárbara y que está pegado al océano y a la Universidad de California. La gran mayoría de los habitantes del pueblo son estudiantes universitarios y mis amigos allí eran de Osaka, de Estocolmo, de Santpedor, de Ann Arbor, Huesca y de otros puntos del planeta. ¿El momento? Último año de universidad.
El caso es que allí era más habitual ver tablas de surf que balones de fútbol y aunque estudié mucho y me enamoré de la política estadounidense, también tuve la sensación de vivir en un verano larguísimo. Menos cuando íbamos hacia el norte y nos acordábamos de Mark Twain: “El invierno más frío que he pasado fue un verano en San Francisco”.
Los lunes había Trivia Night en Woodstock’s; los miércoles, karaoke en OTT; los viernes y los sábados, deambulábamos por las calles Sabado Noche o Del Playa en busca de una fiesta. Inigualables las que montaban los chilenos en su casa con balcón frente al océano. A veces las organizaba Dani, antes de que Lluís se mudase a una casa de locos. En California hubo amores (de verano) y cines en versión original y viajes. Fue un verano que duró desde septiembre hasta junio.
Fue un verano que duró desde septiembre hasta junio"
Celebramos en manga corta, devoramos los nachos de Freebirds y fuimos medalla de oro en beer pong. Me aficioné a las puestas de sol y escribí y leí como no había hecho en mucho tiempo. Era como el verano, pero en cualquier mes del año. Como cuando te vas de vacaciones y te faltan días y horas para hacer todo lo que habías apuntado en una lista interminable.
Cada vez quedan más lejos aquellos días pero algunos los recordaré siempre, como aquel en que cargamos con las tablas desde el club excursionista hasta la playa para morirnos de la risa en el agua sin ser capaces de ponernos de pie ni una sola vez.
Ahora el verano es más corto, pero tengo una tabla de paddle surf en la que seguir soñando con California.
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