Nos atacan coños insumisos de goma, terribles y membranosos como pterodáctilos; nos atacan carteles de cine de verano, de fiesta de pueblo, con lunas cocteleras y estrellas de alumbrado municipal y Vírgenes de estantería de tómbola; nos atacan exposiciones iconoclastas de artistas con perillita, un poco perdidos entre el Almodóvar calatraveño y el SoHo. Nos ataca cualquier cosa, porque hemos decidido estar siempre atacados, que es una actitud histérica y comodona, como el que está en la mecedora con la escayola exigiendo caprichos y el rascador, y encima que te aguanten el mal humor de la pata quebrada. Nos ataca el heteropatriarcado como si nos atacara Conan, y el lenguaje poco disociado en género o en tribus, y el manspreading rascahuevos, y una ecuación de segundo grado sin perspectiva socioafectiva. Nos atacan, en fin, demasiadas cosas por uno y otro lado, el cartel de Zahara o todavía la minifalda de Manolo Escobar, y todo esto parece demasiado ridículo y coñazo ya.

Al ofendido, ese ser como escayolado desde el cuello, al que le pica todo allí en su casa y te manda venir a rascarle desde tu teatro, tu ayuntamiento, tu periódico o tu cama; al ofendido, decía, no hay manera de contentarlo porque uno se puede ofender por casi todo y, además, cuanto más caso le hagan más se va a ofender y más gustito le va a dar la rascada. A lo mejor el ofendido está viendo todo el día anuncios del rosario del papa Wojtyla y se le cruza el cartel de Zahara, como una Nina Hagen también calatraveña. O está viendo todo el día La Sexta y se le cruza Bertín Osborne o un fan del Fary, al que últimamente saco mucho pero es que es como el San Cristobalón taxista de los rancios. Sea como sea, ese picor no para hasta que la ofensa es borrada o al menos vilipendiada como se merece, o ya hasta que el ofendido se vuelve a adormilar de mirar aguas del Jordán traídas en botellitas crucíferas, o de mirar a Wyoming con estola verde de curita de lo suyo.

No hay derecho a no ser ofendido, cosa que no sólo sería inmoral, sino que llevaría a la parálisis de toda la civilización

LUIS MIGUEL FUENTES

No hay derecho a no ser ofendido, cosa que no sólo sería inmoral sino que llevaría a la parálisis de toda la civilización. Todo estaría prohibido porque todo ofende, desde la pantorrilla a la morcilla, desde la matemática a la historia. A mí, un poner, me ofenden el reguetón, el tres por cuatro de Verdi, el funesto platonismo, la última novela de costureras o de alabarderos, o los magufos. Pero uno controla sus picores y, sobre todo, se ha civilizado hasta el punto de que la gente que piensa otras cosas y las dice, o las pinta, o las hace religión o pedantería o las mete en los 40 principales tampoco llega a darte sarpullido ni tembleque de guantazo de cura en la mano. Lo único que puede hacer uno es rebatirlas o tratarlas con guasa, o las dos cosas a la vez.

Zahara, a la que yo no conocía, no tiene que ser buena cantante, ni original, ni tiene que meterse antes con Mahoma, ni tiene que pedirle permiso a un párroco de chocolatada flamígera ni a un sargento de guardia para salir posando de dolorosa católica o quizá de Isis o de miss madre adolescente de MTV, que nadie ha preguntado en realidad de qué va. La libertad de expresión no se gana por ser una artista sublime ni vanguardista, que siempre hay quien sale con eso de que la obra es vulgar o un plagio, o que sólo quiere provocar, como si decir eso no fuera, también, una vulgaridad, un plagio y una provocación. La libertad de expresión la tenemos todos, sin pasar peritaje de calidad como un encofrado. Y no, tampoco hay que ser valiente y meterse antes con Mahoma o con sus cabras. Decir eso es halagar o envidiar el pragmatismo de los que lapidan herejes, además de reconocer tu propia cobardía por no matar infieles en vez de limitarte a pedir que quiten carteles de verbenas agosteñas o fotos de monjas ante penes ojivales.

El ofendido (...) nunca aspira a que se prohíban todas las ofensas, sólo las que le ofenden a él

LUIS MIGUEL FUENTES

En realidad, el ofendido, ahí dentro de su escayola de quemazón, aburrimiento y berrinches, esa cárcel entre la Inquisición y Hitchcock, nunca aspira a que se prohíban todas las ofensas, sólo las que le ofenden a él. De hecho, el ofendido suele ofender, aunque lo considerará siempre libertad, verdad, justicia, algo imperativo y moral, y que le da tanto gustito como el rascamiento. El ofendido aspira en última instancia a que no se le lleve la contraria, porque si no se quedaría ahí con unos dogmas ridículos, o sea con el rosario de teletienda o el hisopazo de Wyoming. La libertad de expresión puede topar con la libertad religiosa, pero eso no tiene que ver con los picores particulares, sino con que se llegue de verdad (según dice la jurisprudencia) a limitar la libertad de practicar tu credo. Y eso no ocurre si se saca al coño insumiso en parihuela, como una diosa o sólo como un jamón, o si una cantante o una drag queen posan como una Virgen de Murillo o de sir James Frazer o de Lady Gaga.

Zahara, que no es Lady Gaga, ni Madonna, ni una Virgen de Triana ni del Nilo, ni tiene por qué, ha replicado llamando “bestias” a los que la han censurado. Luego, ha seguido empalmando o meciéndose, le ha llegado también el picorcillo y, de repente, las bestias que la han censurado eran las mismas bestias que violan o matan. A ella le censuran un cartel como de bombero torero y los censores no es que sean inquisidores de butaquita o amargados de polvito de talco en la ingle, sino violadores y asesinos. Sí, a veces el picorcillo empieza y ya no para, quiere venganza, exige la desaparición de la ofensa y también del ofensor, desaparición moral o civil o incluso física. Sí, tu picorcillo empieza a ser también justo, necesario, imperativo. Y con esa certeza de que todos tienen que rascarte lo tuyo, llegan la satisfacción y el gustillo pulgoso...

Nos atacan coños insumisos de goma, terribles y membranosos como pterodáctilos; nos atacan carteles de cine de verano, de fiesta de pueblo, con lunas cocteleras y estrellas de alumbrado municipal y Vírgenes de estantería de tómbola; nos atacan exposiciones iconoclastas de artistas con perillita, un poco perdidos entre el Almodóvar calatraveño y el SoHo. Nos ataca cualquier cosa, porque hemos decidido estar siempre atacados, que es una actitud histérica y comodona, como el que está en la mecedora con la escayola exigiendo caprichos y el rascador, y encima que te aguanten el mal humor de la pata quebrada. Nos ataca el heteropatriarcado como si nos atacara Conan, y el lenguaje poco disociado en género o en tribus, y el manspreading rascahuevos, y una ecuación de segundo grado sin perspectiva socioafectiva. Nos atacan, en fin, demasiadas cosas por uno y otro lado, el cartel de Zahara o todavía la minifalda de Manolo Escobar, y todo esto parece demasiado ridículo y coñazo ya.

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