Ada Colau ha llorado, otra vez. Colau llora cíclicamente, casi astronómicamente, haciendo de la repetición y de la naturaleza de sus lágrimas una especie de Perseidas de su política y su personalidad. O sea, que estamos esperando que Colau llore para hacer verano, excursión, astronomía de aficionado como su política de aficionado. Vamos a las lágrimas de Colau como a un pantano ferlosiano, casi. Es cierto que Colau ha llorado por todo, por los okupas o por los deshollinadores, por las mujeres o por la Guerra Civil. Hasta por el asesino Puig Antich. Sí, Colau tiene cierta cosa de palangana bamboleante de sentimientos y de política, que se va derramando por los pies del balcón municipal a la calle. Pero con nada se le encoge más su corazón de esponja que con el independentismo, el independentismo que desprecia sus esfuerzos por agradar, sus esfuerzos tibios, equidistantes, tiernos, sumisos y chorreantes.
Colau es el hada de las lágrimas como es el hada de los pobres. Hace de la coreografía del llanto o de la pobreza toda su política
Ada Colau ha llorado, otra vez. Es el hada de las lágrimas como es el hada de los pobres, es decir que hace de la coreografía del llanto o de la pobreza toda su política. Ada Colau llora y es como el agua que vierten algunas constelaciones en su iconografía zodiacal, una manera de manifestar lo que es, agua supersticiosa enjarrada, y de hacerlo alrededor de su astro, en este caso el independentismo. Colau se deshace periódicamente en hielo de lágrimas como un cometa se deshace por su melena, se deshace al sol del independentismo, que la atrae y que la quema, que la vaporiza y la hace visible a la vez. Colau está ahí orbitando el independentismo, revoloteando el independentismo, siendo un poco la novia fea del independentismo, la novia que al menos espera cierta ternura por su reverencia y su lealtad, pero que sólo recibe burlas.
Colau ya lloró hace un par de años en la radio catalana al recordar que la habían llamado “botifler” y cosas peores por no darle la alcaldía a Ernest Maragall. Ahora ha vuelto a llorar ante la misma gente, la gente que la abuchea y la desprecia y a la que ella sigue intentando contentar, esta vez poniendo a Jordi Cuixart de pregonero, como si el sedicioso fuera Ismael Beiro, o Sabina, o ese cómico que decía “no siento las piernas” y que una vez dio un infame pregón en mi pueblo diciendo sólo eso, como Cuixart dice que “lo volveremos a hacer”. Colau fue a tomar la palabra tras el Rambo de capó, creyéndose ya perdonada, rehabilitada, readmitida, y se encontró con que el independentismo aún desprecia más a los tibios que a los fachas. Allí quedó la alcaldesa, como una bayetita húmeda en la barandilla, mientras Cuixart jugaba a otorgar esa benevolencia de los matones, aún más despreciable que los abucheos.
Yo creo que todo esto es más un complejo de quedar bien, de bienquedista, que una auténtica vocación de ser novia fea, Cenicienta con aljofifa o colillera de lágrimas del independentismo. Creo que Colau quiere ser independentista sin ser independentista como quiere ser okupa sin ser okupa y gay sin ser gay (una vez le pidieron que se situara entre la heterosexualidad y el lesbianismo en una escala del 1 al 10 y ella se puso en un 5 casi aristotélico). O sea, que creo que Colau tiene unas ganas y unas expectativas de bienquedismo, por allí en lo que ella considera su entorno, su ideología o su modelo humano o político, que en realidad nadie humano puede cumplir. Y eso no puede llevar a otra cosa que a la frustración, al rechazo de unos y de otros, y a penar de la radio a los balcones cargando con esa palangana y esa aljofifa de sí misma, con esa cosa de cieguecita de telenovela con palangana y aljofifa que tiene ella cuando habla, cuando suspira, cuando llora.
Colau fue a tomar la palabra creyéndose ya perdonada, y se encontró con que el independentismo aún desprecia más a los tibios que a los fachas
Colau quiere quedar bien con el independentismo, como quiere quedar bien con todo el folclore en el que ella aspira a sentirse acogida, aceptada y definida. Pero eso al final la deja, claro, indefinida, flotante, volandera y contradictoria. Es el sino de la izquierda posmoderna, la contradicción, porque no se puede estar dentro de todos los colectivos que has definido como guais, ni siquiera estar en el 5 de los colectivos que has definido como guais, sin contradicción o conflicto. Colau quiere quedar bien con el independentismo, como Podemos, como el PSC a su manera también chorreante. Lo que ocurre es que con el independentismo no se puede quedar bien, con ellos sólo vale eso de conmigo o contra mí. Además, no hay un 5 entre la democracia y los sediciosos que siga quedando aún dentro de la democracia como la bisexualidad queda dentro de la cama y de la libertad.
Les ha pasado a muchos, querer coleguear con el nacionalismo, complacerlo dándole un pregonero o una paguita o el beneficio de la duda, o hasta la razón. Y el nacionalismo siempre responde pidiendo más, insultándote más y echándote de tu balcón o de tu casa. Sí, les ha pasado y les sigue pasando a muchos. Pero Colau es una jarra de agua meneona, un pucherito de pucheros, un hisopo de lágrimas y pompas, como la clepsidra o ladrón de agua que usó Empédocles para demostrar que existía el aire. A Colau todo le revienta en lágrimas y es como si sus contradicciones políticas estallaran en una lluvia de estrellas, estrellas que no lo son pero a los enamorados, a los veraneantes y a los lelos les da igual.
Ada Colau ha llorado, otra vez. Colau llora cíclicamente, casi astronómicamente, haciendo de la repetición y de la naturaleza de sus lágrimas una especie de Perseidas de su política y su personalidad. O sea, que estamos esperando que Colau llore para hacer verano, excursión, astronomía de aficionado como su política de aficionado. Vamos a las lágrimas de Colau como a un pantano ferlosiano, casi. Es cierto que Colau ha llorado por todo, por los okupas o por los deshollinadores, por las mujeres o por la Guerra Civil. Hasta por el asesino Puig Antich. Sí, Colau tiene cierta cosa de palangana bamboleante de sentimientos y de política, que se va derramando por los pies del balcón municipal a la calle. Pero con nada se le encoge más su corazón de esponja que con el independentismo, el independentismo que desprecia sus esfuerzos por agradar, sus esfuerzos tibios, equidistantes, tiernos, sumisos y chorreantes.
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