Empezamos a ir casi por puro accidente en un Simca 1000 blanco por aquellas maltrechas carreteras en las que el límite de velocidad era el mismo que ahora, después de cruzar unas travesías que hacían el viaje interminable y partían a los pueblos de la ruta en dos como si fueran una sandía. Y ese encuentro fortuito se convirtió en flechazo para atarnos a ese pueblo de por vida. Yo sí tenía y tengo, Ana Alonso, un pueblo. Era de adopción, no el que vio nacer a mi padre, pero esta niña de la generación boomer, de ciudad, aunque nada remilgada ni con los bichos ni con los caminos de cabras, aprendió a tener dos patrias emocionales.
El piso de alquiler en el que echamos raíces unos años no tenía al principio ni frigorífico. Todos los días era necesario acudir a la fábrica de hielo, que también lo era de gaseosa, para conservar la comida del día en una nevera portátil, porque allí se hacía la compra todas las mañanas. En los bajos de ese pequeño edificio se ubicaba un bar que nos deleitó varios agostos con la discografía completa de Manolo Escobar mientras que las salamanquesas corrían por la fachada de la casa en busca de insectos. Muchos días osaban traspasar las puertas de la terraza para esconderse tras los platos de cerámica de Talavera y de Puente del Arzobispo que colgaban de las paredes de la sala de estar de la casa.
El piso de alquiler en el que echamos raíces unos años no tenía al principio ni frigorífico
Descubrí una colección completa de novelas de Corín Tellado que devoré en esas horas tediosas de la siesta en que estaba prohibido hacer cualquier tipo de ruido, salvo, claro está, el que hacía Manolo Escobar desde un pequeño pero atronador altavoz. Paseé por floridas y estrechas calles de adoquines sobre los que corría el agua. Puse conferencias a Madrid para las que había que esperar varias horas. También tuve la suerte de conocer un Palacio, recorrer sus estancias, averiguar las puertas secretas y probar allí, por vez primera, la leche helada y el queso de cabra con pimentón.
Los días pasaban indolentes entre los baños en el pantano próximo, de aguas verdes e insondables llenas de carpas, y en las pozas de las gargantas, de agua cristalina y helada llena de bogas, ranas y culebrillas. Me vuelven los olores de las cenas de tortilla de patata y gloriosos cangrejos de río que hacía mi madre con una maestría que no he logrado emular; las primeras salidas nocturnas, sin horario para llegar a tiempo al metro o al autobús; los desayunos en el horno de la panadería sin haberme acostado o los almuerzos para los que una no se levantaba; los toros de fuego sin toro; los encierros con vaquillas de verdad...
No dejaron de pasar cosas año tras año, verano tras verano. Allí fui testigo, un 7 de agosto de 1982, de cómo le pegaban dos tiros a J.R. entre un estallido de satisfacción de medio pueblo. También disfruté esa medalla de plata del baloncesto español en un partido histórico contra el equipo "local", Estados Unidos, en los Juegos Olímpicos de los Ángeles en 1984. Descubrí en la pantalla del disco-pub el vídeo de Queen en el que Fredy Mercury tira de falda de cuero y liguero para pasar la aspiradora y bailé en la discoteca al aire libre Escuela de calor noche tras noche.
También vi, un año, a Joan Manuel Serrat. Fue tan mágico que todavía dudo si lo soñé"
También vi, un año, a Joan Manuel Serrat. Actuó en el pueblo, sobre un escenario casi a ras del suelo en lo que parecía, no un concierto, sino una reunión de primos en el que se anima a cantar el que mejor lo hace. Fue tan mágico que todavía dudo si lo soñé. No he encontrado ninguna referencia a esa actuación. Resulta que internet no es infalible o lo que no es infalible es mi memoria, que me engaña. Pero aún así, rememoro esa sensación casi física de que con solo alargar el brazo lo hubiera podido tocar mientras cantaba "Aquellas pequeñas cosas".
No puedo echar de menos lo que no he perdido. Sigo escapándome allí Ana Alonso, aunque sí me persigue cierta sensación de paraíso perdido a pesar de no creer en eso de que los tiempos pasados fueron mejor. Sólo es que éramos más jóvenes. En el pueblo ya no hay, afortunadamente, pisos sin frigorífico, sino, desafortunadamente, muchos coches de lujo de alta cilindrada que alternan con la masificación de agosto y los charcos a reventar de humanidad. Pero nos queda el resto del año para huir a escondernos allí y seguir las huellas de las salamanquesas.
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