Quienes veranean en el norte suelen estar muy orgullosos de ello. Buscar el fresco cuando aprieta el calor les parece una cuestión no sólo de elemental sentido común sino de buen gusto.
Recuerdo la mueca de extrañeza de un amigo de la adolescencia, que toda su vida ha pasado las vacaciones al tibio remojo del Mar Menor, cuando me vio por primera vez con una combinación básica del verano septentrional: pantalones cortos y sudadera. Muestras de rigidez mental como esta, de gentes que no bajan de 30 grados, no hacen sino exaltar el sentimiento de superioridad espiritual del veraneante del norte. Alguien que se recrea en la apología de la rebequita y el impermeable marinero, en el placer de dormir bien tapado en agosto y sobre todo de contarlo.
Muchos españoles han decidido que, en tiempos de pandemia, el norte era el destino más seguro. Curiosa asociación de clima y profilaxis
Durante décadas, el tiempo fresco e incierto del norte ha protegido su paisaje, al menos en buena medida, de la depredación inmobiliaria y el turismo masivo. Los que acuden allí cada verano se sienten militantes de una minoría sensible refractaria al seguro de sol de otras costas. Distinguidos herederos de los refinados estíos cortesanos en Santander, San Sebastián e incluso Biarritz.
Cuando escucha las quejas del visitante neófito desesperado por el inoportuno encadenamiento de días lluviosos, el veraneante del norte de toda la vida esboza un mohín entre desdeñoso y satisfecho. ¿Pero esta gente no sabe adónde viene?
El veraneante del norte se siente depositario del secreto mejor guardado, que últimamente ha resultado ser un secreto a voces. Este año, como en 2020, muchos españoles han decidido que, en tiempos de pandemia, el norte era el destino más seguro. Una curiosa asociación de clima y profilaxis. Y han sido tantos que los alojamientos han rozado la plena ocupación. El español rumbo al norte ha puesto a prueba los aforos y la paciencia de lugareños que, acostumbrados a otras afluencias, protestaban por el exceso de forasteros sin renunciar, eso sí, a hacer el agosto.
Las playas ya no son tan salvajes, ni resulta tan fácil encontrar mesa para comer en el chigre favorito. De repente, ese rasgo clave del verano del norte, su condición minoritaria, ha quedado en entredicho. Y con ello, de paso, desactivado el supremacismo de baja intensidad de su veraneante, para quien sus vacaciones son mejores que las tuyas. Así que no hay mal que por bien no venga, porque todo supremacismo desactivado, aunque sea recreativo, bien desactivado está.
Pero ¿acaso no nos gusta a todos pensar que veraneamos en el mejor de los sitios posibles? Incluso cuando lo hacemos donde no nos queda más remedio. Sea el norte, el sur, la sierra o Portugal. Otra conmovedora e infructuosa manera de creernos especiales. Sobre todo ahora que, con internet y las redes sociales, los paraísos intactos y al margen de las modas han desaparecido. Se ha puesto muy caro ser el viajero más listo, el más avezado explorador de arenales inéditos y tascas genuinas. El último destino secreto será el sitio de moda del próximo verano. No hay lugar ajeno a la rueda imparable de las tendencias vacacionales.
Y llegados a este punto, ¿sabes que lo que de verdad mola este año es Benidorm?
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