Todos los estíos concluían con el mismo festival de olores. Bastaba respirar para devorar literalmente uno de esos dulces que, fieles a la tradición, llegan a las mesas de media España cuatro meses después. Los aromas se iban alternando, mutando según la geografía del pueblo que se transitara. En una calle los pulmones se llenaban de canela llegada de Sri Lanka. En la de más arriba por la tráquea descendía, en cambio, la fragancia de la matalahúva y el ajonjolí. Los veranos de mi infancia siempre terminaban con el universo de esencias que encierra una caja de mantecados y polvorones.
Los veranos de mi infancia siempre terminaban con el universo de esencias que encierra una caja de mantecados y polvorones
A diferencia de la mayoría de compatriotas, a mis hermanos y a mí no nos hacía falta abrirla. Era la ventaja de crecer en Estepa, un pueblo sevillano de calles empinadas y fachadas encaladas que se desparrama por un cerro con vistas a una inmensa campiña. Y, créanme, por paradójico que pueda resultar, era una delicia degustar del aire los polvorones a finales de agosto. No hacían bola ni provocaban ningún atasco, como sostienen las malas lenguas. La irrupción de aquellos embriagadores olores era cada año un recordatorio de que el verano apuraba sus últimos sorbos y el otoño avanzaba implacable, marcando el regreso a las aulas.
Aún hoy los últimos compases de agosto son en mi pueblo de infancia y adolescencia el inicio de una conmovedora contrarreloj. Las “mantecaeras” -las madres, abuelas e hijas que son el alma del oficio- enfilan entonces el camino hacia las fábricas. Abnegadas y trabajadoras, llegan allá donde las máquinas no pueden. Con la misma entrega con la que las "liadoras", sentadas en torno a una mesa repleta de bandejas de mantecados, se dedicaban a doblar los extremos del papel. Fue precisamente una mujer, Micaela Ruiz, quien alrededor de 1870 dio con la receta de su comercio, cifrada hoy en toneladas de dulces que recorren el país y empiezan a salir al extranjero.
De aquellos otoños anticipados, mecidos por el agradable olor al chocolate o el anís, recuerdo la impaciencia por probar las primeras hornadas. Hacia finales de septiembre o principios de octubre peregrinábamos por los obradores, buscando en cada uno la exquisitez que concitaba cierta unanimidad familiar. En uno, los polvorones con generosos trozos de almendra; en otro, los roscos bañados en chocolate… Era un ritual que se resentía dramáticamente en navidad porque para entonces, cuando la mayoría les daba el primer bocado, nosotros ya nos habíamos saciado. El sinsabor de ir por delante o a contracorriente.
En su taller se preparaban algunos de los envoltorios más exquisitos de las campañas venideras
Cuando aún era niño, más de una veintena de fábricas familiares garantizaban las navidades más dulces de millones de hogares. Hoy son algunas menos pero siguen cumpliendo el ritual de finales de agosto, cuando las luces de las naves se encienden y las máquinas comienzan la producción, ajena a festivos y fines de semana. Al calor de las confituras, creció en el pueblo un microcosmos de inventores de amasadoras, envolvedoras o líneas de envasado que destilan puro ingenio. También de artistas invisibles. Entre los orfebres, figura uno, Manuel Carballido, que ha diseñado las cajas de latón más refinadas que puedan llegar a su mantel.
Auténticas obras de arte que guardan, bajo una estampa del Museo del Prado o el cuadro de Las Meninas, los sabores más preciados de mi infancia. Manolo jamás descansa. Siempre barrunta algo. En su taller se preparaban algunos de los envoltorios más exquisitos de las campañas venideras, a la par de otros muchos bocetos y joyas. Yo le recuerdo tras la cortina de aquella pequeña librería de pueblo, embelesado en su mundo de placas de zinc, frecuencias de radio y bullir de ideas. A él le gusta usar la expresión “del carajo” para describir aquellas personas, cosas y acciones que ama, siempre en su acepción positiva, aquella que define algo “muy grande o muy intenso”. Yo se la pido prestada para celebrar que el calendario marca ya los últimos días de agosto y solo necesito pasar por Estepa para inhalar los aromas precisos de mi paraíso perdido. Ese que sabe y huele del carajo.
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