Dicen que huir, como la acción de correr, es propia de cobardes. “No, huir es de valientes. Porque la felicidad es un deber. Hay que huir valientemente de la infelicidad a la felicidad”, replica Antonio Pau en “Manual de escapología”, un delicioso tratado que recorre a través de la historia treinta modos de huir. No todas las espantadas ni todas las evasiones son escapadas válidas. “A la morbosa fruición en el dolor hay que oponer la luminosa complacencia en la alegría. Si la vida es un valle de lágrimas, hay que construir con urgencia un puente que lo cruce y conduzca del llanto a la sonrisa”, sugiere el jurista.
Inauguré mi fuga allá por mayo, plantando las primeras tomateras
Entre el valle de lágrimas y el campo de rosas existe un espacio sereno y discreto en el que ejercitar alguna de las modalidades de huida, ya sea temporal o definitiva. La mía de este verano ya gastado ha sido extraviarme en el campo. Entre las propuestas que desgrana Pau me he aplicado su “Beatus ille”, la receta de una felicidad campestre escrita hace veintiún siglos. “Feliz aquel que vive lejos de negocios,/ como la raza antigua de los hombres....”, ensalza el poema de Horacio. Inauguré mi fuga allá por mayo, plantando las primeras tomateras. Escoger la variedad resulta la primera odisea del urbanita converso. El listado de opciones es casi ilimitado: desde el carnoso corazón de buey hasta el de pera, el negro de Crimea, el Óptima o el Simona.
Como decía García Lorca, aplicado al caso de los hijos, hay que sufrir para ver crecer la huerta. Sus plantas exigen todo tipo de mimos: preparar el suelo, regar las matas, evitar que las devoren las malas hierbas o las plagas, impedir que se asolanen... Con tal sucesión de demandas, y tan regulares, resulta un pequeño milagro que los frutos acaben llegando a la mesa. La huerta es un ejercicio liberador pero severo que agradece la concurrencia de varias manos, una huida menos bucólica y más colectiva de lo que se puede imaginar.
Ambos eran consumados agricultores que ejercieron como tales hasta bien avanzada la senectud, hasta que resistieron las piernas y los brazos
De algún modo, perderme entre los pasillos de las hortalizas -probar, con éxito, la aventura familiar de sembrar buenas sandías y melones o ver engordar las calabazas- ha constituido mi pequeño homenaje a los veranos familiares pasados, cuando mis dos abuelos alimentaban la despensa durante meses. Ambos eran consumados agricultores que ejercieron como tales hasta bien avanzada la senectud, hasta que resistieron las piernas y los brazos. Yo los observaba trajinar en el pedazo de tierra, sin entender su afán último de batallar contra los elementos, desde el calor hasta los pájaros. La cosecha, el resultado de su entrega, relucía siempre como un trofeo, ensartado en una ristra de pimientos de cornicabra o dejado sobre una bandeja de tomates secados al sol.
“Un campo pequeño me basta, y una casa humilde/ en la que pueda descansar mi cuerpo”, esbozó el poeta Albio Tibulo citado por Pau. Mis abuelos habrían firmado sin titubear esos versos porque, cada estío, tenían la ambición de cuidar con celo su huerta y repartir luego sus frutos entre su prole. No habrían renunciado jamás a sus hortalizas si, como les sucede a las plantas en septiembre, no se hubiera ido agostando, perdiendo su vigor. De su callado valor he sido consciente este verano en el que he regresado a la huerta a través de unos raíles; me he quedado prendido a los atardeceres; he caminado entre olivares; mi cuerpo ha recuperado el placer de frescar; y he podido recordar un pedazo de esa infancia de polvorones en agosto. Regreso al bullicio con el sabor único de los tomates recién recogidos de la huerta aún en el paladar. El fin de agosto marca también el fin de mi huida. Septiembre, allá vamos.
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