Es un ritual estival con predicamento arrollador. En una nueva versión de culto solar, de costa a costa, de cumbre a cumbre, el veraneante va en algún momento en busca del mejor atardecer. Y es que, contagiados de la indeseable retórica mediática del ranking, ya no nos conformamos con la contemplación de una bonita puesta de sol. Necesitamos disfrutar de la mejor puesta de sol de España, y si es tomando el mejor mojito y rodeados del mejor ambiente, mejor que mejor.
Como tantas cosas de nuestros veranos, todo empezó en Ibiza. En junio de 1980 abrió en la playa de San Antonio el Café del Mar. En torno a la feliz idea de ponerle banda sonora al atardecer sobre el islote de Conejera surgió un lucrativo negocio musical y una infecciosa estética de lo chill que poco a poco se fue abigarrando y extendiendo por todo el país. A partir de los 90 aparecieron los budas, las camas balinesas y los colchones de eskay blanco a prueba de humedad y borracheras. Chiringuitos y garitos, de playa o de meseta, con o sin puesta de sol, se abonaron a la tendencia.
Hoy, buena parte de aquella parafernalia ha quedado amortizada, pero el atardecer se ha consolidado como tópico recreativo del verano, hermanado de algún modo con los rituales de las viejas culturas que nos precedieron. A la hora mágica se producen súbitas concentraciones de personas en estos nuevos lugares sagrados, convocadas por el boca a boca o por una chincheta de Google Maps. La oración de la tarde es meterse en una postal.
El atardecer se ha consolidado como tópico recreativo del verano, hermanado de algún modo con los viejos cultos solares
Lo ideal es que el horizonte sea oceánico, pues enriquece las connotaciones del acontecimiento crepuscular. «¡Hombre libre, siempre amarás el mar!», proclamó Baudelaire; porque «el mar es tu espejo, es tu alma lo que contemplas en el despliegue infinito de su oleaje». Pero allá donde estemos habrá un lugar propicio desde el que contemplar el ocaso, ese momento cotidiano que ilustra la contingencia con vívidos e irrepetibles colores.
Aparte de ensimismarse en el esclarecedor espectáculo, quien más quien menos intenta inmortalizar el momento. Con éxito desigual, porque el contraluz, y más al infinito, nunca fue fácil. A veces se escapa, impotente y entrañable, algún flash. Ajenas a la ansiedad fotográfica, las parejas de enamorados sirven de involuntarios figurantes. Cuando el sol desaparece, una mayoría sugestionada aplaude.
Por cuestiones geográficas, la costa noroeste de la Península es un territorio especialmente propicio para los cazadores de atardeceres. En Gerra, pedanía de San Vicente de la Barquera situada sobre un idílico entorno de verdes praderas que declinan hacia una playa paradisíaca, está El Rayo Verde. Con los Picos de Europa en lontananza, cada tarde confluyen allí los surfistas de Oyambre y los pijos de Comillas, que a veces son las mismas personas, en una exacta representación del ya tratado aquí veraneo del norte.
Los que montaron El Rayo Verde tuvieron el acierto de evocar la novela de Julio Verne y la película homónima de Éric Rohmer. Una y otra se refieren a ese raro fenómeno de refracción de la luz por el cual en ocasiones, justo en el momento en que el sol se oculta en el horizonte, aparece una breve e inusitada luminiscencia verdosa. Según la leyenda, el rayo verde sella el destino de las parejas que lo contemplan juntas.
Delphine, la protagonista del filme de Rohmer, es abandonada por su novio en vísperas de las vacaciones. Sin plan y sin pareja, emprende un desesperado periplo para no quedarse en París en agosto... y para encontrar el amor. Y parece dar con él viendo ponerse el sol en San Juan de Luz.
Con o sin rayo verde, quizá busquemos en el atardecer la visión mágica que consagre nuestros deseos y esperanzas. Una bendición natural que recargue de energía, como si de una piedra de la suerte se tratase, nuestros propósitos de año nuevo actualizados a septiembre. Ojalá se cumplan.
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