Al asesino de 39 gais le habían preparado no sólo discursos de solidaridad y admiración, sino pinchadiscos, bailarines, cantautores concienciados con su guitarra como un tótem indio. También una barra con costillas y chistorra, como la zafia charcutería simbólica de una despedida de soltera. Incluso juegos infantiles en su honor, entre la memoria y la pedagogía, como si fuera Félix Rodríguez de la Fuente.
Al final, aunque con todos los permisos de la autoridad, la marcha de apoyo al recio soldado de la heterosexualidad, que lleva ya más de 30 años en prisión, se suspendió y se quedó en pacíficas concentraciones por su libertad. Una portavoz del movimiento de apoyo a los presos LGTBIfóbicos declaró que querían “denunciar la legislación que permite cadenas perpetuas en encubierto” y que “los derechos humanos nos competen a todos”. En un ambiente de picnic y hula hoop, saltaban los niños, cantando las consignas como lo de la taza y la tetera. Cómo va a ser eso odio, con tanta alegría...
Por supuesto, el protagonista real de este cuentito siniestro no era ningún asesino de gais, sino el etarra Henry Parot, pero lo demás, haciendo la evidente transposición, es tal cual. Podríamos jugar a esto mucho rato más, la verdad. Podríamos imaginar que 200 'indepes' con banderones nostálgicos de telón y mugre, antiguos himnos de batalla y 'pechopalomo' supremacista se presentan en Ciutat Meridiana al grito de “fuera españoles de nuestros barrios”. Y que se les acerca el hijo de un andaluz a decirles que él es catalán y le sueltan: “tú no eres catalán, eres africano”.
Pero es difícil de imaginar, claro, porque en Cataluña no serían 200, sino 200.000; y no serían frikis de mesón de Cuelgamuros, cayetanos tiesos o white trash de ruló y banjo a la española, como un banjo del Fary, sino miembros de la clase dirigente, de los partidos gobernantes (eternamente gobernantes), carguitos, altos funcionarios, estrellitas de TV3 y amigos de los nietos de doña Marta Ferrusola como de doña Carmen Polo.
Podríamos seguir jugando todo lo que quieran. Imaginar un exvicepresidente del Gobierno que colaborara actualmente en Arriba y fuera acogido como tertuliano de una gran cadena. Imaginar que los 'ayusers' tiran piedras en los mítines de Podemos, porque vienen a provocar, y que luego una brigada recorre cada sitio por el que ha pasado Irene Montero, o Bob Pop, para desinfectarlo con lejía y mangueras del propio Ayuntamiento.
A veces, el juego se plantea como adivinanza. Por ejemplo, ¿quién se ha quejado recientemente de que “las víctimas se utilicen como arma arrojadiza contra el enemigo político”? Pues ha sido Podemos por el homenaje a Parot. ¿Pero no es lo que habían dicho PP y Vox sobre el chico de Malasaña? También. Y es que hay muchas permutaciones posibles, muchas perspectivas vertiginosas y muchos escalofríos que no se sienten hasta que uno no les da la vuelta.
Esto no es un juego, claro, sino el cinismo del odio. El odio es siempre el del otro, lo tuyo es justicia, es legítima defensa, es incluso democracia, la democracia más pura exprimida en jarabe de palo como en ricino o cristalizada en un adoquín como en una gema. Un asesino de 39 personas puede ser recibido como un matador de toros entre porrones, jamones de la tierra y niños risueños de bombero torero, así que imaginen el problema que supone para algunos un ladrillazo, un ojo morado, un escrachito departamental, un cubazo de mierda en el comercio del discrepante. El odio puede estar ahora tipificado como delito, pero es, sobre todo, otra herramienta política. Y las herramientas políticas son de manga ancha, de mango corto, de embudo pringoso, de paja y viga bíblicas, de mirilla de culo de vaso.
El odio es siempre el del otro, lo tuyo es justicia, es legítima defensa, es incluso democracia
Ojalá preocupara el odio, pero sólo preocupa su ideología. Y esto es casi una plantilla rellenable: ojalá preocuparan las personas, pero sólo preocupa su ideología, y así lo que quieran. Hay una guerra del odio pero la guerra no es por acabar con él, sino por apuntárselo o endosarlo, según. Aunque, eso sí, no es una guerra que vaya empatada, ni mucho menos. Los 200 zumbados de Chueca, con su brazo tieso de golondrino cerebral, de huevo de aguilucho en la cabeza de huevo, cuentan más puntos que 200.000 (o dos millones) de 'indepes' con despliegue de antorchas, estandartes y cacerías más siniestras, más peligrosas y más exitosas. Y un golpe de Estado cuenta menos que el fresco de una marquesa. Hasta los 39 muertos de Parot cuentan menos que el crimen de un entrecot, de un rejoneador, de un piropo de encofrador o de una columna ordenada por Florentino, que uno imagina antiguo y poderoso, mandándote el mensaje con motorista, como Franco.
La guerra que llaman cultural es, simplemente, la guerra del odio. Y se ve quién va ganando, con cinismo y alegría. Sí, cómo va a ser odio eso que se hace con tanta alegría, con piñatas para los niños, con margaritas para los soldados, con canciones para la batalla y con vino para los muertos...
Al asesino de 39 gais le habían preparado no sólo discursos de solidaridad y admiración, sino pinchadiscos, bailarines, cantautores concienciados con su guitarra como un tótem indio. También una barra con costillas y chistorra, como la zafia charcutería simbólica de una despedida de soltera. Incluso juegos infantiles en su honor, entre la memoria y la pedagogía, como si fuera Félix Rodríguez de la Fuente.
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