Viendo a Pablo Iglesias en la promo de lo de Évole, uno se da cuenta de que hemos tenido un vicepresidente del Gobierno que va camino de terminar haciendo cameos en una de Torrente, como Paquirrín o Cañita Brava. A lo mejor es lo que llaman inversión de país, este país que se alimenta de frikis como de torreznos, que necesita producir frikis más que gobernantes porque esto al final se gobierna solo, con el Ibex, con Florentino montado en su tuneladora como en su tractor amarillo, y poco más. A fin de cuentas, los políticos tradicionales no terminan en nada útil, en el jarrón chino que decía Felipe González, en los paseos de comodoro que hace Aznar, en consejero de eléctrica con sillón de motorcito fueraborda, en enchufado en Bruselas o en la ONU que usa el calentamiento global para regar su ficus, y tal. Pero Iglesias llenará páginas, programas, precuelas, anuncios, festivales; estará entre Tamara Falcó, Resines, Ana Rosa y Mocito Feliz, como el gran pluriempleado de la comedia nacional.
Pablo Iglesias salía en la promo de Évole lamiendo la bola de bolos como John Turturro en El gran Lebowsky, el ball-licking nada disimulado de un personaje que estaba entre el macarrismo sedoso y el pervertido de cajonera. Suena de fondo, igual que en la película, la poderosísima y provocadora versión de Hotel California que se atrevieron a hacer los Gipsy Kings. La promo es ingeniosa y hasta brillante, aunque use ese recurso de mezclar iconos generacionales con la autoparodia complaciente, como un homenaje que te hacen en la jubilación. Iglesias ni siquiera promociona su entrevista, sino una entrevista a Iván Redondo, y es aquí donde se percibe ya la profesionalidad del asunto.
El friki en realidad es un diletante y su cameo funciona precisamente porque queda fuera de lugar. Pero en Iglesias no, en la actuación de Iglesias no hay nada fuera de lugar, lo que vemos es un profesional de la comedia que podría haber hecho no esa promo sino todo el Don Mendo, explicando quizá las dificultades de gobernar como Manolo Gómez Bur explicaba las dificultades de las siete y media. A la vez, en Iglesias hay algo más que la profesionalidad del actor, algo más que la vocación de la cara empolvada y del corazón abotonado para que sea intercambiable por otro corazón en el entreacto. Hay algo incluso más allá del artisteo comprometido, algo que parece la ganancia del engaño del timador o del ladrón de joyas. No es una ganancia política, porque ya hemos visto que no sirve para la política, ni tampoco una ganancia económica, que tampoco da para tanto el artisteo, pero sí una ganancia íntima.
Iglesias no sabía gobernar, no sabía qué hacer con su ministerio, con el pin de su agenda europea
Iglesias no sabía gobernar, no sabía qué hacer con su ministerio, con el pin de su agenda europea, con su atril oficial en el que sólo parecía el señor de la ventanilla de Correos. Él quería otra cosa y no lo sabía todavía, así que se fue contra Ayuso como el que se va al Tíbet, a buscarse a sí mismo por entre un enroscamiento de chacras, badajos y kungfú shaolin. Yo creo que ya ha encontrado lo que buscaba, que quizá no era tanto la puerta giratoria como enchufe sino como escenario. El Gobierno no era un escenario, era como darle una plaza de notario a un bohemio de circo de pulgas. Fue un escenario pequeñito la Universidad, con su tarima de tablaíllo y su público de alumnas impresionables; fueron un escenario las tertulias, donde él iba como con clásicos grecorromanos del comunismo; y fue un escenario un tiempo Podemos, hasta que ya se convirtió en un engorro, como cuidar de una gran hacienda algodonera.
Iglesias llegó a trabajar de extra en una serie de Arturo Fernández, haciendo de joven hippie, haciendo de él en fin, y yo creo que aquí está la clave. Ésa es su vocación: hacer de él y que le aplaudan y lo quieran. No es como Sánchez, que es capaz de interpretar cualquier papel. Iglesias sólo puede hacer de él y en el Gobierno no podía. Iglesias no es exactamente un friki de late show, ni un actor del método, ni un gobernante artista y aciago como Nerón. Iglesias es alguien que necesita todos los escenarios en los que pueda ser él, ese hippie de su primer papel, porque no puede hacer otro. Un hippie primigenio, un izquierdista universal, monumental, incapaz de nada práctico pero que se vea desde cualquier sitio como la Muralla China. Así que Iglesias es o será mocatriz, comunicador total, showman, multiinstrumentista, ventrílocuo, secundario robaplanos, periodista-escritor de libros que se exponen en pirámide como las sandías, columnista con silueta de camafeo o de dolor de muelas, mago de cóctel con sus manos de cirujano recién lavadas, bailarín sobre hielo, invitado de Pasapalabra, concursante de Tu cara me suena, por supuesto malvado de Torrente y, pronto, estará para anunciar Campofrío y Freixenet.
Alguien podría decir que esto de Iglesias sí que es levantar el país, entrar en su negocio verdadero, que no es el Ibex con todos sus limpiacristales, ni las eléctricas con sus maripositas vampiro, ni Florentino con su hormigonera de salsa de ostras, sino el espectáculo, la comedia, el artisteo de variedades, la corrala nacional, la profesión de todo y nada, que a lo mejor es lo que más se parece a la política. Pero Iglesias, simplemente, necesita todo el país como escenario porque sólo tiene un papel para brillar.
No es que lo que hace ahora Iglesias sea más útil para la revolución o para lo que queda de Podemos, sino que quiere que todo el mundo vea a su hippie adolescente triunfar como un Sinatra en un New York, New York iliberal. Porque su hippie no podía triunfar gobernando junto a una pila de sobres de hormigón de Florentino, ni frente a la realidad, sino siendo el poeta de la pelusa, el don Mendo del proletario y, sobre todo, el macarra sedoso que se abrillanta las bolas ante el asco, el miedo y el asombro de los notas del Régimen del 78. Ya gobernarán otros la ruina y el odio. Él ya no está para eso. Sólo quiere la victoria del aplauso y luego la paz del telón, mullida y silenciosa como la guillotina.
Viendo a Pablo Iglesias en la promo de lo de Évole, uno se da cuenta de que hemos tenido un vicepresidente del Gobierno que va camino de terminar haciendo cameos en una de Torrente, como Paquirrín o Cañita Brava. A lo mejor es lo que llaman inversión de país, este país que se alimenta de frikis como de torreznos, que necesita producir frikis más que gobernantes porque esto al final se gobierna solo, con el Ibex, con Florentino montado en su tuneladora como en su tractor amarillo, y poco más. A fin de cuentas, los políticos tradicionales no terminan en nada útil, en el jarrón chino que decía Felipe González, en los paseos de comodoro que hace Aznar, en consejero de eléctrica con sillón de motorcito fueraborda, en enchufado en Bruselas o en la ONU que usa el calentamiento global para regar su ficus, y tal. Pero Iglesias llenará páginas, programas, precuelas, anuncios, festivales; estará entre Tamara Falcó, Resines, Ana Rosa y Mocito Feliz, como el gran pluriempleado de la comedia nacional.
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