Iván Redondo como un recién divorciado, en americana y camiseta, con su pelito más largo de pasarse la mano para él mismo, con su sobrecompensación desparramada y su zen agrio, a punto de bailar por Barry White o de echarse a llorar... Estamos esperando lo de Évole pero no para que Redondo nos desvele ningún secreto, que no lo hará. Redondo creo que maneja los secretos como amores secretos, como un amor del novicio que parece, amor que le deja lleno y dolido para siempre. Desvelar eso sería vaciar su existencia, quedarse verdaderamente en un tipo que ha pasado del amor de su vida a jugar al squash con su abogado, con reveses de despecho. Decía que no esperamos verlo para que nos descubra los secretos del sotanillo de la Moncloa, sino para comprobar si Redondo era más un vendedor o un apóstol, siquiera un apóstol de sí mismo, de su buen ojo para los mesías como el que tenía buen ojo para las coristas.
Si te pueden quitar el poder en cualquier momento es que no tenías poder. Otra cosa sería saber hasta qué punto Redondo creía en su poder o en su producto
Évole define a Redondo como “el tío que más ha mandado en España en los últimos años”, cosa por la que seguramente Sánchez lo tiró por el barranco como a un porteador de Tarzán. Pero yo no sé si se puede mandar realmente en un país sin más que ir vistiendo a un muñeco, aunque el muñeco sea el presidente del Gobierno. Le da a uno por pensar que, ya que Sánchez ha desdicho y deshecho casi todo lo que ha dicho y hecho, su poder se queda en una especie de balance cero. O sea que casi todo lo que le ha rodeado, sobre todo lo bueno, ha sido por azar, y no creo que alguien pueda ser verdaderamente poderoso siendo indistinguible del azar. Si todo el poder se resume en que Sánchez siga siendo Sánchez, entonces sí, Redondo ha mandado mucho porque es el que se ha encargado de ser Sánchez, cosa que Sánchez no le ha perdonado.
Redondo con su nueva vida, con su nuevo look, con esos nuevos proyectos tristes de todos los que han tenido que dejar lo que de verdad querían hacer. Redondo a punto de ligarse a una doctoranda descaradilla, o de comprarse una moto con algo de revólver vengador o Satisfyer masculino, o unas botas de cocodrilo que le quedarán como a una monja. Redondo a punto de dar una entrevista con morbo y silencios, como si fuera Pepa Flores; un morbo que sólo está en la fantasía y unos silencios que no son como los que preceden al lanzamiento de una cerbatana sino, simplemente, lo que pasa cuando no hay nada que decir. Todas estas cosas tan deprimentes, en fin, que se hacen cuando estás descolocado en la vida, ya sin tu muñeco, el que te daba el poder como en el vudú. En realidad, si te pueden quitar el poder en cualquier momento es que no tenías poder. Otra cosa sería saber hasta qué punto Redondo creía en su poder o en su producto, o sea Sánchez.
El Iván Redondo vendedor sería el que nos ha vendido a Sánchez como el Ken de la Barbie, un Sánchez Malibú o un Sánchez bombero que eran y no eran el mismo, una fantasía para todos los deseos y todas las repisitas, ahí con su plástico de telediario dándole la distancia y la cercanía justas con la realidad y con la mentira, como la obra de arte en el museo o el actor en su alfombra grosella. Un Redondo que nos vendía a Sánchez como podría habernos vendido una Thermomix, en fin. El Iván Redondo apóstol sería el que ha visto al mesías salvador en el borriquillo del Peugeot y luego le ha puesto el Falcon detrás como el Espíritu Santo desplegado, se ha entregado a su obra y se ha dedicado a besar su túnica entalladita y sus pies de Berruguete. Un Redondo, en este caso, que vende el producto en el que cree, que cree en el producto que vende, y que considera la magnificencia y el barnizado de su iconografía una forma de pedagogía, como el papa Gregorio el Grande con las imágenes santas.
Este Redondo creyente, converso si acaso pero creyente, coincidiría con muchos testimonios que lo describen flotando en el sanchismo como un cáliz que flota en las manos de un Sánchez de retablo, un Redondo que levita sobre un azafrán de nirvanas o tés de Sánchez, como Richard Gere con su Dalai Lama, y cita versículos de catacumba como poesía de un enamorado del profesor. Sí, un pedante del Camelot de la Moncloa y de El ala oeste de la Casa Blanca (serie magnífica, naif e increíble como todo lo de Sorkin), un friki de nuevo periodo constituyente como una Edad de Oro de la España multinivel. O sea un tío cursi y santurrón como un colegial sin descapullar. Su vistosidad, su aplicación y su fama habrían terminado por molestar al dios colérico, pero él conservaría la devoción, que aún notaríamos en silencios gregorianos y manos de cera en la entrevista.
Hay otra opción, y es que no sea ni un vendedor de Avon ni un apóstol caído, sino sólo otro Pigmalión, alguien que ha terminado enamorado de su obra, su obra de sublime inspiración y culo perfecto, como aquella escultura que les gustaba a los chiquillos de Amarcord; una obra que también le regalaba a Redondo algo de sublimidad y hasta sensualidad, incluso en aquel sotanillo de humedades y celdillas de Excel. Entonces, creo, notaríamos en la entrevista algo de sereno resentimiento y los silencios serían más suspiros que reproches.
Sí, Iván Redondo se va a sentar delante de Évole como a jugar al Trivial de esos amigos desparejados, tristes de domingo como tristes de San Valentín. No va a desvelar ningún secreto de la Moncloa, ya sea por profesionalidad, por fervor o por amor. Pero algo de él intentaremos vislumbrar, por detrás de su moreno de chaval paliducho, de su camiseta de encorbatado en paro, de su desodorante exótico de tío a dos velas que se cree que se liga con el desodorante, de su amargo desenfado de alegre divorciado.
Iván Redondo como un recién divorciado, en americana y camiseta, con su pelito más largo de pasarse la mano para él mismo, con su sobrecompensación desparramada y su zen agrio, a punto de bailar por Barry White o de echarse a llorar... Estamos esperando lo de Évole pero no para que Redondo nos desvele ningún secreto, que no lo hará. Redondo creo que maneja los secretos como amores secretos, como un amor del novicio que parece, amor que le deja lleno y dolido para siempre. Desvelar eso sería vaciar su existencia, quedarse verdaderamente en un tipo que ha pasado del amor de su vida a jugar al squash con su abogado, con reveses de despecho. Decía que no esperamos verlo para que nos descubra los secretos del sotanillo de la Moncloa, sino para comprobar si Redondo era más un vendedor o un apóstol, siquiera un apóstol de sí mismo, de su buen ojo para los mesías como el que tenía buen ojo para las coristas.
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