Después de dos décadas como profesional, el pasado 5 de octubre Pau Gasol anunciaba al mundo entero, desde el incomparable escenario de Liceu de Barcelona, que había llegado el momento del adiós. Aquel chico de Sant Boi, de interminable estatura y aún más inabarcable corazón, que siempre soñó con darlo todo para ser el mejor algún día, no pudo evitar romper a llorar, desconsoladamente, como un niño. La presión, que nunca llegó a dominarle en miles de partidos con marcadores desfavorables y pocos segundos para enmendar con triples inverosímiles lo que parecían derrotas seguras, pudo con él en su adiós.
A su lado estaban sus seres queridos, sus padres y hermanos, su mujer y su hija. También sus compañeros, legendarios soldados del basket español que también tendrán su huequito en la historia, como Felipe Reyes o Juan Carlos Navarro. El Liceu se engalanó para acto tremendamente emotivo en el que el momento más emocionante fue cuando Pau recordó a quien siempre consideró como su "hermano mayor", Kobe Bryant, cuya vida se truncó en un horrible accidente de helicóptero. Gasol obtuvo a su lado, en Los Ángeles Lakers, dos anillos de campeón, el fetiche más preciado en el paraíso de la NBA. El mítico equipo ha anunciado que retirará para siempre el número 16 de sus camisetas; un honor que sólo se reserva en la historia de las glorias deportivas a los más grandes… a los inmortales. Nadie en este equipo volverá a lucir, nunca, jamás, el dorsal que durante tantos años fue de Pau Gasol.
Con su retirada, desaparece del foco el genial deportista, el hombre, el líder… y se abre paso el mito, la leyenda. En sus 216 partidos con la selección, Pau ha conquistado nada menos que once medallas, entre ellas un oro mundial y tres europeos. A ellas hay que unir esos dos anillos de campeón de la NBA -convirtiéndose en el primer español en alcanzar tal proeza- con la camiseta de Los Ángeles Lakers.
Desde su puesta de largo -nunca mejor dicho- con la camiseta blaugrana en aquella recordada Copa del Rey de Málaga en el año 2001, Pau dejó claro que poseía un descomunal talento, lo que unido a su enorme humanidad y a su capacidad de sacrificio, siempre dispuesto a darlo todo al límite, le llevó, en un cortísimo espacio de tiempo, a liderar la mejor generación de la historia del baloncesto español.
Un camino largo, un objetivo inalcanzable, salvo para los más grandes
La NBA era un Olimpo reservado en exclusiva para una pléyade de dioses con forma humana, capaces de encestar un balón de color naranja con estrías en una canasta rodeada de un pequeño aro, eso sí, a una velocidad endiablada, con posturas y desde distancias absolutamente inverosímiles. En aquel espacio celeste, de estética colorista e inconfundiblemente yanki -no en vano los norteamericanos fueron los inventores de aquel deporte- solo existía un pequeño acceso para muy seleccionados artistas de la canasta de otras nacionalidades. ¡Cómo olvidar al malogrado y tan genial como polémico Drazen Petrovic! O al serbio Vlade Divac, al lituano Arvydas Sabonis e incluso al chino Yao Ming.
Ya nos resultó increíble que, en este país nuestro, en el que no eran frecuentes aquellas descomunales estaturas físicas que parecían condición indispensable para destacar en la práctica de este deporte, hubiéramos podido exportar al llorado Fernando Martín, cuya trágica muerte en un accidente de automóvil le convirtió en mito muchos años antes de lo que le hubiera correspondido. Lo mejor, tanto para el baloncesto español como para otras muchas de las disciplinas deportivas en las que participábamos, estaba aún por llegar.
De las tinieblas al brillo: la larga travesía del deporte español
Con la retirada de Pau Gasol, desaparece el penúltimo deportista que tuvo la virtualidad de cambiar la mentalidad de toda una nación. El último, cuando él decida que su momento ha llegado, será el también irrepetible Rafa Nadal.
Para quienes tenemos bien doblada ya la cincuentena, cuesta aún cerrar los ojos y evocar nuestra adolescencia… cuando apenas podíamos soñar que aquella España, que en "los mundiales de fútbol", como se les conocía popularmente, jamás pasaba de octavos de final, aparecería un Dream Team que, bajo la batuta de Luis Aragonés primero y Vicente Del Bosque después, asombró al mundo entero: Iker Casillas, Xavi Hernández, Andrés Iniesta. Era España un país muy aficionado al deporte, pero algo perezoso para su práctica y para competir en su desarrollo de élite. Nuestro país acababa de dejar atrás décadas de una vida en blanco y negro y no había conocido más que individualidades; extraordinarias, sí, pero completamente aisladas. Nombres como el de Federico Martín Bahamontes en ciclismo, Severiano Ballesteros en golf o Manolo Santana, en tenis, se diluían en un océano de mediocridad.
Por lo que al basket se refiere, ¡qué lejos quedan ya aquellos tiempos en los que era un deporte… de segunda! En los colegios y barrios de aquella España, que apenas acababa de dejar atrás el franquismo, todos los chavales aspiraban a ser estrellas del fútbol, delanteros centro al estilo de Carlos Alonso Santillana, o años después, como Emilio Butragueño. Pero llegaron los ’80 y aquel desinterés patrio por el baloncesto se transmutó en una pasión desmedida gracias al irrepetible Antonio Díaz Miguel, que consiguió convertir en campeonísimos a Corbalán, Epi, Sibilio, Romay, Solozábal, Jiménez o tantos otros, hasta la culminación de aquella histórica plata en los Juegos Olímpicos del Los Ángeles 1984
El baloncesto español acababa de romper su techo, consiguiendo hacerse un hueco en aquella grisura deportiva que, al igual que en otras disciplinas, fue dando paso a un arcoiris multicolor con un ramillete de nombres que comenzaron a asfaltar la autopista hacia el cielo de nuestros mejores éxitos. El deporte español comenzaba a barruntar una nueva época: la de Carlos Costa o Juan Carlos Ferrero, que acariciaron el número uno de la ATP… o la de Perico Delgado o Miguel Induráin, conquistando los Campos Elíseos de París sobre dos ruedas. Mujeres excepcionales, desde Arantxa Sánchez Vicario hasta nuestras actuales campeonísimas Ana Peleteiro, Carolina Marín, Edurne Pasabán o Mireia Belmonte, han ido completando un cuadro único.
El momento del adiós; el último acto en la escena pública de un líder irrepetible
En ese último momento de exposición pública, Gasol construyó un discurso que evidenció la pasta de auténtico líder con la que está modelado. No fue una intervención larga en la que consumiera demasiadas palabras, pero las que eligió fueron adecuadas y precisas: “Mi carrera ha sobrepasado todos mis sueños y expectativas. Me he centrado en trabajar, hacerlo lo mejor posible y ver hasta dónde llegaba. Siempre he sido muy exigente conmigo. Lo de conformarme no ha ido nunca conmigo”. “Cuando lo das todo, no te tiene que quedar ninguna espina clavada. No hay que dar más vueltas a lo que no se ha podido conseguir. No pienso en lo que me ha faltado, o en lo que no he logrado. No es mi mentalidad”.
Mientras sus ojos continuaban humedeciéndose, continuaba Pau de esta forma
“El precio de la grandeza es la responsabilidad. Si asumes ese rol de líder, de grande, tienes que asumir ciertas responsabilidades y eso quiero hacer de ahora en adelante: devolver al deporte y a la sociedad lo que me han dado”. Esta última idea, vertida en este discurso de despedida, es especialmente pertinente, porque Gasol no ha sido únicamente un deportista de élite, sino una persona absolutamente excepcional. Dotado de unas enormes dosis de sensibilidad y de un compromiso social difícilmente igualable, muy focalizado hacia la infancia, su dedicación al Programa Contra la Obesidad Infantil le hizo merecedor hace algunos años de un reconocimiento especial por parte del Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social y también por la del de Cultura y Deporte.
Ahora toca ¡ser feliz, como siempre y más que nunca!
Después de veinte años de rendir al máximo, Pau Gasol ha confesado que no quería seguir poniendo, por consejo médico, su salud al límite por más tiempo. Para él, ha llegado ya el momento de disfrutar de la vida, con su mujer, con sus hijos y con su familia. Más allá de títulos y de medallas, Pau cree que se abre un mundo nuevo ante sus ojos; el de poder hacer un montón de cosas, que antes le estaban vedadas, con su gente querida. Se cierra para él una etapa trascendental de su vida, la del deportista de élite, pero se abre otra, no menos importante; la del hombre que es padre, esposo, hijo y amigo, y que sabe que, tras un esfuerzo titánico, se ha ganado por derecho propio algo tan grande como el derecho a ser feliz durante lo que le reste de vida.
¡Gracias por tanto, Pau! ¡Gracias por todo!¡Gracias por habernos hecho soñar durante tantos años! ¡Hasta siempre, leyenda!
Después de dos décadas como profesional, el pasado 5 de octubre Pau Gasol anunciaba al mundo entero, desde el incomparable escenario de Liceu de Barcelona, que había llegado el momento del adiós. Aquel chico de Sant Boi, de interminable estatura y aún más inabarcable corazón, que siempre soñó con darlo todo para ser el mejor algún día, no pudo evitar romper a llorar, desconsoladamente, como un niño. La presión, que nunca llegó a dominarle en miles de partidos con marcadores desfavorables y pocos segundos para enmendar con triples inverosímiles lo que parecían derrotas seguras, pudo con él en su adiós.
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