Que ETA lleve diez años sin cometer atentados ni condicionar nuestra vida cotidiana con su violencia es, sin ninguna duda, la mejor noticia de los últimos años. Pero la paz de la que disfrutamos ahora ha tenido un precio y ninguno de nuestros gobernantes parece estar dispuesto a reconocerlo. Al contrario, alardean sin cesar de que se ha derrotado a ETA con el Estado de Derecho. Mienten y tratan de disimular que hubo una negociación política con ETA, iniciada con el gobierno de Zapatero y materializada con el de Rajoy, en la cual, si bien no se les concedió a los terroristas sus máximas aspiraciones —la independencia de Euskadi y Navarra y la constitución de Euskal Herria como nación—, sí se les dispensaron otros objetivos, ninguno de ellos menor: la legalización de las marcas electorales de ETA, impunidad para sus terroristas y la escenificación de un final de ETA sin vencedores ni vencidos. Todo ello está rubricado en el Acuerdo de Gernika (2010), la famosa ruta de la izquierda abertzale «hacia la paz».
A lo largo de estos diez últimos años hemos comprobado cómo esa hoja de ruta se ha ido cumpliendo. Vimos cómo se legalizó, a través de la utilización del Tribunal Constitucional, a Bildu y a Sortu en 2011 y 2012, respectivamente, en contra del criterio del Tribunal Supremo. Vemos cómo hay más de 350 asesinatos de ETA sin resolver, por no hablar de los atentados con heridos, cuyas cifras de impunidad son todavía más elevadas y escandalosas. Sin ir más lejos, los asesinatos de Carlos Sáenz de Tejada y Diego Salvá, las últimas víctimas de ETA en España, asesinados el 30 de julio de 2009, están sin resolver. Sus asesinos están prófugos de la justicia, al igual que otra treintena de etarras con causas pendientes, según fuentes del ministerio del Interior. En estos diez años no se les ha detenido.
Las consecuencias de este final de ETA negociado que vivimos las estamos pagando las víctimas. En la rueda de prensa fundacional de COVITE, celebrada el 28 de noviembre de 1998, cuando ETA todavía estaba activa, pero en un contexto de tregua, advertimos de que esto podía ocurrir si se apostaba por la negociación política como instrumento para acabar con ETA. «No queremos ser también víctimas de la paz», fue nuestro mensaje principal. Manifestamos que una paz sustentada en la impunidad judicial, política y social de los asesinos y sus cómplices no sería más que un cierre en falso del ciclo del terrorismo. Que acabaría con la violencia, pero a costa de sacrificar los derechos de las víctimas a la verdad y a la justicia, lo cual no es propio de un Estado de Derecho que se respete como tal. Pues bien, esto es lo que finalmente ha ocurrido.
Otra consecuencia de este final de ETA negociado es que todavía hoy —aunque en mucha menor medida que hasta hace diez años— Euskadi y Navarra carecen de la libertad y del pluralismo político propio de las democracias avanzadas. Ni ETA ni su proyecto político totalitario y excluyente han sido deslegitimados, todo lo contrario: ese proyecto político se defiende hoy desde las instituciones públicas y una parte de la sociedad vasca y navarra sigue justificando los crímenes de ETA y reclamando una amnistía para los asesinos que todavía están presos. Y a quienes nos oponemos a que el entorno político de ETA logre sus reivindicaciones con nocturnidad y alevosía se nos acusa de querer poner en peligro la paz y la convivencia.
El comunicado de SORTU del 25 de agosto de este año defendiendo los homenajes públicos a etarras cuando salen de prisión iba en esa línea: «Diferentes asociaciones ultra y partidos criminalizan a quienes trabajan en pro de la asistencia a los presos. No se construirá la convivencia imponiendo al otro lado lo que debe o puede hacer o no». Rafa Díez Usabiaga y alguna otra dirigente de la izquierda abertzale como Bakartxo Ruiz han dicho recientemente que los ongi etorris «no deben percibirse como una ofensa a las víctimas». En esta misma línea se justificó también Arnaldo Otegi, líder de EH Bildu, en una entrevista en Radio Euskadi argumentando que «los ciudadanos de ese pueblo consideran que (los presos de ETA) merecen ese reconocimiento o un abrazo». Y nos lanzó un mensaje a las víctimas de ETA: «¿Nuestra felicidad por ver a un preso salir de la cárcel es su dolor? Si este es el esquema, tenemos un problema».
Los líderes de la izquierda abertzale —muchos de ellos son los mismos que cuando ETA mataba— se arrogan el derecho a decidir cuándo las víctimas podemos sentirnos ofendidas o no. Se hacen dueños del criterio de medir quién contribuye a la paz y a la convivencia y quién no. Es insólito que precisamente ellos se sientan legitimados para cumplir este papel, cuando ni siquiera son capaces de decir que matar estuvo mal.
El día que ha pasado a la historia como el del final de terrorismo de ETA no fue un día de celebración para el Estado de Derecho, de exhibición de la derrota institucional de la banda terrorista, de recogimiento avergonzado de los líderes de la organización, de los que mataban y de los que mandaban matar. Todo lo contrario. Fue el día de una celebración pero para ETA, orquestada por sus jefes de propaganda en el Palacio de Ayete, con la inestimable ayuda de esos cómplices de traje y corbata llamados mediadores internacionales. Quizá celebraban que sus exigencias para dejar de matar iban a ser acatadas. No era este el final que muchas víctimas esperábamos ni el que nos merecíamos. A los diez años del cese definitivo del terrorismo de ETA, lo único que exijo es que se cuente la verdad sobre cómo se ha acabado con ETA y que se nos haga un reconocimiento a las víctimas por haber sido quienes hemos pagado el precio de esta paz de la que hoy disfrutamos.
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