Carmen Calvo y Pablo Iglesias se han llevado con ellos sus ministerios como ceniceros de la Moncloa y hacen por fuera una política o pelea de exministros o examantes o excriados de la casa. Dentro de la Moncloa, con una atmósfera de iglesia o de pinacoteca donde se habla bajito y hay ecos de pila de agua bendita o de ponchera, uno no se pelea a gusto, la verdad. Ya he dicho que esta coalición de gobierno funciona más manteniendo la tensión que la sintonía, que es lo que les interesa, pero aun así hay que guardar las formas, como en una misa siciliana. La ministra portavoz, Isabel Rodríguez, que nos cuenta las cosas con ese aire suyo de servir un té de muñecas, hablaba hace nada de que la coalición “goza de buena salud”, pero en la SER Carmen Calvo y Pablo Iglesias se atizaron con el cenicero del bolso. Lo bueno de dejar la política es que uno puede dedicarse a hacer otra política salvaje, mientras en el Gobierno las broncas se tienen que disimular como tangos apasionados.
Carmen Calvo y Pablo Iglesias, ya jubilados, están haciendo política en pelota, cruda y satisfecha, como el día de jardín de un jubilado en pelota. Me doy cuenta de que algo parecido le pasa a Iván Redondo, que está entre regatista, rentista y vengativo, como el conde de Montecristo. Es salir de la Moncloa, un poco Montsalvat y un poco sanatorio (esos blancos salones en los que entrevista Ferreras a Sánchez parecen a la vez acolchados para el grito e iluminados para una eucaristía) y es que el cuerpo te pide caña. Yo creo que así es como salen las verdades, nos salió la verdad de que Iván Redondo era un vendedor cursi de ollas exprés, con toda una mística de Pequeño Saltamontes alrededor del puré de patatas, y también nos sale la verdad de la coalición de gobierno, que sólo sospechábamos.
Carmen Calvo y Pablo Iglesias nos descubrían la verdad: se desprecian. Se desprecian y se necesitan. Se desprecian y se aguantan
En la Moncloa no se puede creer uno nada, ni al Sánchez que parece almirante de sus sofás ni a la Yolanda Díaz que mide su rebeldía con cucharaditas de café. Pero fuera, en las tertulias o al mero sol ciudadano, que brilla como un claxon, es otra cosa. Carmen Calvo, que era como una patinadora que iba entre la tontería y el disparate sobre el deshielo amoñado de sus propios pasos, de repente empieza a zurrarle a Iglesias como si desfogara todo lo callado en la Moncloa o en el confesionario. Por su parte, Iglesias, que sólo pasó por el Gobierno de visita, como el que va una vez, por verlo siquiera, a la Disneylandia del Régimen Corrupto del 78, no está desinhibido sino sólo reencontrado. Es como si hubiera recuperado el látigo y el sombrero evangélicos que se le hubieran caído a Indiana Jones. Con esas retenciones desbocadas y esa esencia recuperada es como hemos conocido la verdad de la coalición, que es, básicamente, el desprecio mutuo.
Lo que vimos en el enfrentamiento, casi grecorromano de pureza y desnudeces, es que Carmen Calvo desprecia al populista engreído y crecido que con 35 escaños y unos cuantos ministerios maría se piensa que ha conseguido la hegemonía gramnsciana y la utopía del pedo de cachimba o del guerrillero de chapitas; que puede deshilvanar el Poder Judicial, colectivizar los periódicos, santificar adoquines, fundir a las eléctricas, empalar al patrono en su puro y poner a Florentino a limpiar letrinas con sus corbatas como manteles de asador; que cree que Sánchez le ha cedido los votos como la guapura y que eso le da para la revolución como le da para ligar en la facu. O algo así, vamos.
Lo que vimos es que Iglesias desprecia la socialdemocracia burguesa, cobarde y vendida, toda pana de boutique, como han hecho siempre los comunistas. La desprecia más aún cuando ni siquiera se trata de socialdemocracia de verdad, sino de un tipo que ha resultado más mentiroso que él, más seductor que él, y con el que no puede usar más que el chantaje porque, siendo ellos todo el pueblo, el pueblo no les ha dejado en la urna mas que mondas de votos. O algo así, vamos, que a lo mejor está uno exagerando. Pero a todo esto sonaba, mientras la mesa parecía una cama de faquir y el aire una guillotina apaisada.
En el Gobierno aún están con el tango de la reforma laboral o de los jueces, jueces de negra lencería abotonada y negro tacón. Usan eufemismos como usa Isabel Rodríguez sonrisa de Audrey Hepburn, o usan esa firmeza enguatadita, de enfermera de camisa de fuerza, que usa Yolanda Díaz, pero todo se encauza hacia una tensión que resulta más vivificante que fatal para sus respectivas parroquias. En la Moncloa uno no se puede pelear a gusto, que enseguida, detrás de un Tàpies como una puerta de conserjería, sale un bibliotecario o un curita sanchista, así con la pinta de Félix Bolaños. Fuera, sin embargo, por las tertulias o por los arroyos, por la política salvaje y en pelota, la política o la vida que lleva la cuenta de los agravios, los silencios y las porcelanas como los ex; fuera, decía, Carmen Calvo y Pablo Iglesias nos descubrían la verdad: se desprecian. Se desprecian y se necesitan. Se desprecian y se aguantan. Se desprecian y nos gobiernan.
Carmen Calvo y Pablo Iglesias se han llevado con ellos sus ministerios como ceniceros de la Moncloa y hacen por fuera una política o pelea de exministros o examantes o excriados de la casa. Dentro de la Moncloa, con una atmósfera de iglesia o de pinacoteca donde se habla bajito y hay ecos de pila de agua bendita o de ponchera, uno no se pelea a gusto, la verdad. Ya he dicho que esta coalición de gobierno funciona más manteniendo la tensión que la sintonía, que es lo que les interesa, pero aun así hay que guardar las formas, como en una misa siciliana. La ministra portavoz, Isabel Rodríguez, que nos cuenta las cosas con ese aire suyo de servir un té de muñecas, hablaba hace nada de que la coalición “goza de buena salud”, pero en la SER Carmen Calvo y Pablo Iglesias se atizaron con el cenicero del bolso. Lo bueno de dejar la política es que uno puede dedicarse a hacer otra política salvaje, mientras en el Gobierno las broncas se tienen que disimular como tangos apasionados.
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