Ahora sabe uno que la infancia no era otra cosa que la inflación. Aquel chicle de a duro, de fresa ácida, que sabía exactamente como imaginábamos que sabían las novias imaginadas; o aquel cowboy de a peseta, de una sola gota de plástico y de color que siempre le rebosaba por algún lado y le dejaba hojas o lágrimas o matices incongruentes al héroe pasmado. Aquel cine de kung-fu por 40 pesetas, que luego me llevaba a pelear contra los tendederos y las gallinas, esbirros que golpeaban y volaban realmente con su túnica china de alas de dragón o su kimono de sol y tomate frito. Sigue habiendo chuches y muñecos y cine, pero en otro precio, que es lo que los coloca en otro tiempo. No es la película ni el chicle, ni siquiera la sonrisa con desayuno de pecas sobre la que estallaba ese chicle, que de todo eso seguimos viendo: es el precio lo que nos transporta más vertiginosamente. Deberíamos decir nuestros años en pesetas.
Aquellos lápices nuevos, recién talados, con la tabla de multiplicar grabada como si fuera una columna egipcia; aquellos sacapuntas como tanques germanoides, aquellas gomas de borrar de nata que parecían borradores de primera comunión; todo eso que podías comprar por unos cuantos duros en la papelería, mirando de reojo la gran caja de compases, como el escritorio entero con catalejo y rosa de los vientos de un marino, que no te podías llevar porque costaba como 500 pesetas y eso parecía ya el dinero de una recompensa. Aquellos quioscos a los que uno acudía con cinco duros como una moneda de plata cogida de la mina o del tren, y que en tus manos parecía una placa de sheriff que te permitía exigir paquetes de gusanitos, sobres de cromos de futbolistas bigotudos o un frigodedo que te convertía en un robinsón caníbal del verano, una especie de niño salvaje entre niños de vainilla. Pero la verdad es que no añoro el frigodedo que tardaba todas las vacaciones en derretirse, ni el lápiz barnizado por ardillas o por geómetras, sino aquella moneda como una estrella de Navidad con la que se compraba casi todo.
Los años 70 y 80 fueron los de la gran inflación
Uno estudiaba, merendaba, se divertía y se enamoraba con cinco duros, y no es que fuera barato o caro, sino que a uno le parecía sólo exacto, el precio justo y evidente de las cosas, tasado con el patrón oro primigenio de los quiosqueros, las taquilleras y los feriantes. Pero los años 70 y 80 fueron los de la gran inflación, casi el 260% acumulado en los 70, más del 125% en los 80, así que mi infancia / pubertad fue sobre todo ver cómo se me iban quedando pequeños esos cinco duros de pirata, esos duros pesados como canicas, poderosos como balas, que se volvían viruta o pelusa. Uno se iba dando cuenta del paso del tiempo, pues, a través del dinero, como si la verdadera entropía del universo fuera el precio del cine o de la manzana de caramelo o de la noria.
La infancia resulta que era en realidad la inflación, el tachón en el precio del frigodedo cada verano, o en la cartelera del cine, con los chinos cada vez más americanos o los americanos cada vez más chinos y sus patadas sin lujo cada vez más caras. Aunque yo diría que fui consciente del aumento de los precios de una manera inversa, con los marcianitos. Los cinco duros que costaba jugar a los marcianitos, los cinco duros que siguieron costando mucho tiempo, a la vez que los marcianitos se iban haciendo antiguos, lentos como moscas de verano, y el comecocos se hacía un coñazo como el tres en raya. Nada valía ya cinco duros, sólo los marcianitos, así que el empeño de los marcianitos en seguir costando cinco duros era como el empeño antinatural y tecnológico del hombre por vencer al tiempo. Cuando sentí que echar cinco duros a los marcianitos era como echar limosna en un sombrero o en una funda de acordeón, entonces entendí el dinero, el universo y la vida.
La infancia / pubertad me doy cuenta de que era sobre todo la inflación, cómo subían los precios de los tebeos de Mortadelo, de la merienda sagrada de volutas de chocolate, de los Juegos Reunidos con su alegría pobre y desguazada de tragabolas de cartón, de la caja de compases que tardé mucho en poderme comprar y entonces fue como si me hubiera comprado un velero... Así era, precios que subían y monedas gordas que se sustituían por otras más gordas y dejaban huérfanas en mi bolsillo, como un nido de aguiluchos, a otras monedas más pequeñas. Eso más algún desconcierto en el que yo intuía ya algo así como la ciencia dudosa y contradictoria de la economía, porque los relojes y cacharros japoneses sí bajaban, como si el empeño revolucionario o desestabilizante en aquel temblor de los marcianitos de los cinco duros hubiera triunfado por fin, allí en su galaxia al menos.
Mi infancia fue inflación, ahora lo sé. Y crecer fue darme cuenta de que todo costaba más y sabía menos
Ahora vuelve la inflación como vuelve la melancolía, o es que toda la melancolía es sólo inflación, o toda la vida es inflación, igual que el universo fue al comienzo inflación. Yo creo que la gente se hace mayor cuando habla de sus precios como de hazañas, como si esa peseta rubia que era mágica como una alubia mágica, o esa perra chica de cafetín de posguerra, significaran que un día elevaron con ellas pirámides escalonadas e imperios caldereros. Y a lo mejor fue así, o sea que uno aprecia el valor de su edad y de su época más en moneda que en tiempo.
Mi infancia fue inflación, ahora lo sé. Y crecer fue darme cuenta de que casi todo costaba más y sabía menos, el chicle de fresa, la chica de fresa, la sangre de dragón de felpa de los chinos voladores, y hasta la nata de las gomas de nata, que nunca entendí para qué servían, salvo para que ahora hagamos con ellas nostalgia, magdalena de Proust con un dulce que no se comía. Ahora vuelve la inflación, que nos hará a todos más pobres y más zangolotinos pero quizá también más conscientes del tiempo, de la época y del valor perdido o recuperado de las cosas. A mí, de repente, me parece que vuelve mi primer héroe o amigo de una peseta. Y aquella primera novia imaginada que sólo saboreé en chicle, nunca y cada día.
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