Pedro Sánchez, todavía dorado por el sol cereal de los muertos de noviembre y del susanismo, se fue al Congreso del PSOE andaluz a presumir de unidad, que es como si presumiera de unidad un karateca después de revolcar a todos los enemigos. Susana Díaz, vestida como de penitente, de blanco purgatorio, descalza de sí misma y con escapulario de mármol o plomo, encarnaba en su paso o sombra la devastadora unidad que sólo concede la muerte. Afantasmada, traslúcida, con su colgante o escapulario o quizá cepo para herejes moviéndose todavía como una cimitarra alrededor del cuello, la archienemiga reeducada a través de la humillación aseguraba venir “a ayudar a volver a ganar las próximas elecciones”. Así se consigue la unidad, claro, haciendo que sólo quede uno. Sánchez quería contraponerse al PP de Madrid, pero sólo parecía señalar que Casado, Almeida y Ayuso siguen aún vivos todos, estropeando la paz de los cementerios como se estropea su encalado confitero.
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