Hasta la Virgen de la Almudena, ahogada en flores como una pequeña bailarina, se han tenido que ir Ayuso y Almeida para pedir por lo suyo. Ayuso llevaba su medalla de hermana de la Esclavitud, parecía una colegiala con examen bueno pero novio malo, una Marisol de película rezando por el abuelito o quizá por ella. Almeida también iba con medalla, pero como no tiene las manos de cera y los ojos de pecado y avemaría de la Regenta de Madrid, optó por ponerse curil y citó el Evangelio de san Marcos con retranca: “Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Almeida le hablaba a la Virgen, en segunda persona, y parecía Pablito Calvo, el niño de Marcelino, pan y vino. Como los enfadados, Ayuso y Almeida se hablan a través de otros. Ya tienen a las Vírgenes como mensajeras y a los dioses como árbitros. Esto va a acabar como Troya, involucrando a todo el Olimpo en la carnicería.
Ante la catedral fea, apastichada, hecha como de la piedra que sobró del cielo y de todos los estilos arquitectónicos, los dos campeones del PP de Madrid se iban a ver a la patrona como si los llamara la madre superiora. Todavía estamos así, con los gobernantes haciendo ofrendas cívicas y votos de sometimiento a los dioses anublados, acastillados, propicios o coléricos, como en Grecia o Roma, como en la tribu o como en un mayo nacionalcatólico. Pero esto sería tema de otro artículo. Yo veía, sobre todo, a dos gobernantes usando la patrona, o sea la ciudad alegórica y el mando alegórico, para hablarse y para no hablarse, para verse y para no verse, para regañarse y para reivindicarse. O sea, que yo creo que la guerra va a ser total y ya se han persignado para entrar en batalla, como si en el Campo del Moro todavía acamparan los infieles.
Allí, con el arzobispo con su propia catedral para la cabeza (la mitra es una catedral para las ideas santas), con la Virgen con su casita de almena, su milagro de mortero y sus flores como de Madama Butterfly; allí, con niños de colegio con escudo en el calcetín, con el Palacio Real abotonado hasta el cielo como un húsar, con ese ambiente de monjas con guitarra, bordado de doncella y divinidad alfombrada, uno no puede esperar que Ayuso y Almeida sean duros y sangrientos. Era la sutileza lo que mosqueaba, el alfiler de costura de la Virgen que se usaba de puñalito y el buen rollo fraterno entre gladiolos envenenados. Eso de malmeter o acusar en las misas, con el propio Espíritu Santo vigilante y amenazante como un helicóptero, le parece a uno la mayor de las frialdades o hipocresías, pero en esta política que es como de pueblo y mirilla hay que aprovechar todas las oportunidades.
Pablito Calvo, o sea Almeida, le recitaba a la Virgen con voz de concurso radiofónico patrocinado por jabones, pero sus divinas palabras de modesta reconvención estaban llenas de superioridad moral, de soberbia humildad. Me refiero a que ese versículo sólo se cita para ponerse primero por ser el último, o sea que estás el primero igual (la religión dada la vuelta resulta que es la misma religión, y ése es uno de sus mayores misterios y atractivos). Almeida, simpático con el pellizco, parecía definir el buen rollo con eso de que él y Ayuso aún no se habían bloqueado en Whatsapp, dejando por tanto como definición de mal rollo el bloqueo adolescente de la presidenta. Cuando la mala leche se da la vuelta y sigue siendo la misma mala leche, quizá es cuando se vuelve sublime y santa.
Quizá estaría bien que bajase la Virgen y se posara sobre el álbum de comunión de Almeida o el misal de Ayuso
Ayuso, con fondo de cornetas y varal de micrófonos, como una dolorosa con lágrima de arroz y amargura rebosada en encaje, decía que todo terminará bien porque “todos queremos lo mejor para España y para Madrid”. Pero lo que estaba diciendo es que lo mejor para España y para Madrid es ella, por supuesto, ése es su versículo volteable, que ella también tiene artillería y ambigüedad teológicas. Almeida en realidad dijo casi lo mismo, pero poniendo a la misma Virgen de heraldo, como un heraldo trompetero de Forges (todo parece de Forges ahora): “La Virgen de la Almudena quiere lo mejor para los madrileños”. Quizá estaría bien que bajase la Virgen de su murallita, como el cristo de Marcelino de la cruz, y se posara sobre el álbum de primera comunión de Almeida o sobre el misal de Ayuso. A lo mejor es lo que están esperando, ya que Casado no dice nada y parece el sacristán que pasa la escoba.
Hasta la Virgen de la Almudena, empantanada de flores y con hornacina de piedra, como una fuente municipal y celestial, se han ido Ayuso y Almeida. No es que fueran para pedir por lo suyo, que quizá también, sino que el enfrentamiento ya no se puede disimular ni en estas ceremonias atufantes y colegiales, cuando los ayuntamientos, las ciudades y hasta la política parecen chiquillos del padre Ripalda. El enfrentamiento ya no se puede disimular, y si van a misa pensamos que han entrado en capilla para la guerra y que están rezando más como samuráis que como beatos. Si fueran de verbena, también asumiríamos una tragedia zarzuelera y abarquillada.
Hasta la Virgen de la Almudena, castellana como un mueble castellano, se han ido Ayuso y Almeida y parecían llamar a los dioses a su bando. Almeida pidió iluminación para salir de la crisis y de la pandemia, y Ayuso pidió para las personas solas y que sufren. Así están nuestros gobernantes, esperando que se les aparezca la Virgen, igual que pastorcillos. Como en realidad lo peor de los dioses es que son indistinguibles del azar, no esperen otra virtud que la fuerza ni otro destino que la necesidad. Hasta Casado, hipnotizado por su propia escoba sacramental, creo que lo sabe.
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