Debo reconocer que, si bien no soy fan de los reality shows, mi afición a la cocina me ha hecho aficionarme a este programa de Televisión Española, la televisión publica, y lo he venido siguiendo en sus diferentes temporadas y formatos: celebrity, senior, niños o aspirantes.
Con el avance del tiempo, la popularidad del concurso y, pienso, la monotonía del formato, observo que han ido haciendo merma importante en el corazón de la idea que es despertar y desarrollar el interés por la cocina, la alimentación y nuestros productos, cocineros y gastrónomos repartidos por toda España.
Como aquella familia que al estrenar casa y mobiliario se cuida mucho de no rozar las paredes o dejar que los niños se suban al sofá con zapatos, pero que después de años en ella asume como habitual estas y otras actitudes que deterioran la calidad y el buen estado del hogar, Masterchef con el paso del tiempo percibo que ha ido relajando todos sus principios fundacionales y poco a poco se ha ido convirtiendo en un bazar donde comerciar con todo lo que se puede y donde interesa más la vida privada y los devaneos en las relaciones interpersonales de los concursantes que sus habilidades a los fogones.
La última edición de Masterchef celebrity que estamos viendo -y como epítome su último programa- han convertido esta genial idea en el corolario de lo que la televisión publica nunca debería programar, a mi entender. Me explico: como ciudadano y pagador de impuestos he aceptado la necesidad de una televisión pública para informar y formar verazmente a la ciudadanía. Una televisión que apueste por valores y principios que inculcar a la sociedad, que ponga en valor a nuestras gentes y nuestros valores, que son muchos. A cambio, como digo, he aceptado que se financie con mis impuestos y que no emita publicidad, esto último entrecomillado y mucho, porque cualquier espectador habrá descubierto la multiplicidad de trucos para saltarse dicha norma con patrocinios, publicidad embebida en programas y toda serie de artificios con los que al final se reparte también la tarta de la publicidad.
Pues bien, creo que el último programa de Masterchef al que me refería, con una prueba de exteriores desarrollada en El Puerto de Santa María en un campamento de verano para niños, colma el vaso del total desalineamiento del programa con los principios, si es que lo son, de la televisión pública que describo.
Este programa no sólo pone de manifiesto que los concursantes no han sido elegidos ni por sus habilidades en la cocina ni siquiera por su interés en ella, sino más bien por sus necesidades de protagonismo
Como venía ocurriendo ya desde el comienzo de la temporada, este programa no sólo pone de manifiesto que los concursantes no han sido elegidos ni por sus habilidades en la cocina ni siquiera por su interés en ella sino más bien por sus necesidades de protagonismo, su ansia de colmar el ego o simplemente para darse visibilidad mediática primando mucho más su constante foco en el escándalo, en sus debilidades personales, en sus actitudes y comportamientos que en su interés por la cocina como bien demostrase ya Victoria Abril en su participación, sino que además y sin querer ensalza de manera preocupante valores y actitudes que tienen tirón de audiencia aunque transmitan mensajes muy equivocados a niños, jóvenes y adultos que siguen el programa.
Si no, cómo se explica que personas como una Verónica Forqué fuera de sí que muestra el despotismo, la mala educación y la falta de respeto a sus compañeros como su principal contribución al programa no haya sido eliminada desde hace ya muchos programas. O mejor, que haya incluso podido entrar en el concurso si, como estimo, se le habrán hecho pruebas y reconocimientos que verifiquen su competencia y adecuación a la línea del programa. Qué decir de esos otros concursantes del humor, Miki y Juanma Castaño, que hacen de su chulería, su incapacidad de trabajo en equipo o el enfrentamiento su marca personal para seguir en el programa. Es obvio que la lucha por la audiencia pervierte los valores de cualquiera, incluso en la pública, que ya no puede decir que apuesta por otro tipo de televisión porque hace lo mismo que las que no se financian con dinero público. No dudo que, en esta línea, en próximas ediciones terminaremos viendo Masterchef Isla de las Tentaciones y el sexo o, por qué no, Masterchef Juego del Calamar.
Por si no fuese suficiente, el programa se ha convertido en un bazar de publicidad y venta indisimulada de productos. Sus conductores ni pestañean cuando en una de cada cuatro frases insertan contenidos publicitarios por los que seguro deben cobrar. Lo mismo nos venden los platos que se acaban de cocinar que un restaurante llamado MasterChef, por cierto junto al inexplicablemente abandonado y ocupado edificio del NODO, uno de los solares más codiciados y valiosos de Madrid mientras que con impuestos cubrimos el déficit de TVE.
Restaurantes y platos precocinados no son suficientes, en el programa se venden cursos en línea de cocina, campamentos de verano para niños y hasta una marca de vino, por no hablar del nunca mencionado explícitamente supermercado de cabecera que dona los productos. Menos mal que no hay publicidad en TVE. Es de agradecer, sin embargo, que no intenten hacerlo de manera subliminal, sino con total descaro e impunidad. Animo al lector a que con un cronómetro calcule cuántos minutos del programa se dedican a colocarnos productos varios.
Pero, para mí, el remate final lo representa el último cocinado de exteriores en El Puerto de Santa María, donde los concursantes adultos competían contra niños y servían a más de doscientos menores como comensales. Allí, sin ningún pudor, la presentadora del programa nos insistía rodeada de niños en el programa y en sus casas en las excelencias de sus vinos tintos y blancos y nos animaba a comprarlos y consumir alcohol.
Todo un rosario de elementos que ponen de manifiesto que no es verdad que la televisión publica vele por una línea diferente, comercial sí, atractiva sí, pero que respeta, promueve y fomenta valores por los que apostar en nuestra sociedad.
Con programas como este, del que hay numerosos ejemplos, queda probado que la televisión pública es un quiero y no puedo, un remedo tramposo de la televisión privada tan focalizada en el beneficio a cualquier precio que dirían los defensores a ultranza de la televisión pública.
Con programas como este, del que hay numerosos ejemplos, queda probado que la televisión pública es un quiero y no puedo, un remedo tramposo de la televisión privada
Esta televisión pública -que no es ni lo uno ni lo otro, half pregnant en terminología inglesa- no solo puede caer en la politización como se acusa a sus informativos, sino que además no dispone de valores diferenciales alguno como muestra el ejemplo que traigo al debate. Así, por un lado en la televisión pública las audiencias no son la clave de gestión, pero por otro lado se mata por conseguirlas. Los resultados, a la vista están. Hoy Televisión Española, por tantos años la Primera, no solo de nombre sino de facto, hoy ya no responde ni de lejos a su nombre.
En momento de cambios, de reformas y de mudanza en los hábitos de los consumidores, por qué no, redefinir también el papel de la televisión pública, debatir sobre la necesidad de su existencia, su modelo de financiación y su independencia mas allá del superficial debate sobre cómo conformar su Consejo a base de políticos sería muy útil. Todo sin hablar de las televisiones autonómicas réplicas enanas en el mejor de los casos de lo descrito para Televisión Española cuyo análisis coste-beneficio no superaría probablemente el escrutinio de cualquier estudiante de Economía.
No podemos asumir que lo que ha sido siempre así, o que lo que se creó con un propósito hace cuarenta, sesenta o cien años, bien está cuando la sociedad, los consumidores, la economía y las audiencias han cambiado de semejante manera. No debemos permitir que las reformas se limiten a maquillar la superficie sin entrar en el fondo como receta para el nuevo mantra de la post pandemia, la transformación y la reformas que España necesita. Hay que repensar España en muchos sentidos y alguien tendrá tarde o temprano que hacerlo.
Ya lo decía Einstein: “No pretendamos que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo”.
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