Cayetana, vestida de rojo Fénix, de pluma flamígera, de diablesa del hombro izquierdo (o derecho), lo dijo ya al final, como si aquel teatro oscuro y encopado se mereciera el clímax del Don Giovanni de Mozart: “No me van a echar del partido”. Nadie se presenta así, de sirena de fuego, de cigarrera de gala, de pájaro de Stravinski, para anunciar su rendición ni su muerte política. Algunos piensan que este libro es un ajuste de cuentas, pero eso se hace cuando uno ya está muerto o se va a morir o se va a meter a monje radiofónico, a reliquia. Un libro así, escrito bien vivo y tras el que quedas viva y fuerte, como una dominatrix de rojo, eso es otra cosa. Eso es un manifiesto.
Era un sitio raro para el morbo, para el juicio infernal de Cayetana o de Casado, allí bajo las luces navideñas, con la calle Alcalá y la Gran Vía adornadas como un brazo gitano, como una góndola de pirulís. Se esperaba el libro como una nigromancia, se esperaba a Cayetana como a una bruja, se esperaban los políticos ausentes, de gran cabeza flotante, como trofeos. Había señores con la banderita en la mascarilla verde, había señoras sin el gato de angora, había columnistas de Martini, había intelectuales como venidos del escocismo de su intelectualidad, y había cayetanos como si fueran a ver a su santa patrona, aunque Cayetana es una agnóstica entregriega. Pero todos buscaban a los políticos, a que se definieran allí ante el libro de Cayetana como ante una profesión de fe.
No fue nadie de la cúpula del PP, ni tampoco Ayuso, que quizá se está volviendo prudente porque ve que puede triunfar. Sólo Pilar Marcos y Gabriel Elorriaga del PP, más Edmundo Bal y Alejo Vidal-Quadras, y al final parece que Iván Espinosa y Rocío Monasterio. Un gran malentendido es que el libro va sobre sacar al PP en pelotas, como una venganza de ex. Pero yo creo que el libro es una historia de amor a la política y a la voluntad política, amor condensado ahí como en un mazo de cartas de soldado o de amante, alto y blanco como una tarta de boda.
Aunque por el libro pasan muchos políticos, muchos figuras, muchos jefes y muchos mindundis, son siempre laterales y anecdóticos al verdadero asunto. Salen porque se chocan de morros con las letras capitulares, esos capítulos que ha puesto ella y que parecen los pecados capitales: Identidad, xenofobia, equidistancia, moderación, disciplina, apaciguamiento y así. Cayetana lo que quiere es hablar de esos problemas, pero se le caen los abejorros, los pecadores, solos, allí dentro, en las pegajosas y dulces páginas. No es una venganza, sino la llovizna o barredura de nombres que va dejando la investigación y la pedagogía de nuestros males.
No fue nadie de la cúpula del PP, ni tampoco Ayuso, que quizá se está volviendo prudente porque ve que puede triunfar
Cayetana hizo un discurso memorialista, emotivo, alegre, de celebración de la política, no sacó trapos sucios, sino algo así como el feliz recuerdo veraniego que tiene de todo lo que ha hecho en política. El escenario parecía tener luz de diapositiva, de tomavistas. No sé si Teodoro Egea esperaría hacerle luego con esta presentación un juicio de beata de pueblo, él que parece una beata de pueblo. Pero Cayetana, delicada y agradecida entre referencias familiares que parecían dulces de Proust o lavaderos de Almodóvar, nos volvía a demostrar que es una liberal ilustrada, en el sentido puramente kantiano, con un punto naif que quizá viene de no necesitar al Partido, ni a Casado con su inseguridad, ni a Egea con su cesta de morcillas, para ser nada en la vida. Cree en la libertad, la igualdad, la fraternidad, la razón, la convivencia entre diferentes, la nación cívica, porque no depende del argumentario con manchas de cacahuete que le mande el partido para pensar ni para comer. Y, además, queda elegante e inspirador.
A Cayetana le hablaron tres voces, como los tres duendes de La Flauta Mágica, aunque más crecidos. Vargas Llosa, que va siempre como en la canastilla del Nobel, que lleva encima siempre el Nobel como el hacendado lleva la plantación, destacó que no había ni mezquindad ni resentimiento en las críticas a algunos miembros de su partido. Sólo hay que leer esa pequeña carta o aria que le dedica a Casado, y que empieza así: “No te hablo ya como una amiga, sino como una hermana. Confía en ti mismo. No tengas miedo. Sí, lo tienes. No sacudas la cabeza. Segregas miedo. Miedo a la izquierda. Miedo a la derecha. Miedo a los medios. Miedo al qué dirán. Hay una nación huérfana, devastada, esperando que la lideres. Y no te diriges a ella. Sólo pareces preocupado por la vida interna del partido”. El segundo querubín, Andrés Trapiello, recalcó que era una luchadora, que no es lo mismo que una soldado, y que todavía no ha salido nadie desmintiendo nada de lo que aparece en ese libro. Si hay que disparar, que sea con la verdad. El último, Santiago González, dijo que España y el PP tienen miedo a la excelencia. Puso como prueba las declaraciones de Egea, quejándose de que Cayetana haya escrito un libro en vez de hacer alguna ley “para mejorar la vida de la gente”. Sí, quizá una ley para que la gente leyera más libros, que eso sí que les mejorará la vida.
La presentación no fue saña, venganza de señorita de rojo en la sala roja. No venía Cayetana con fuego bíblico sino con la luz de la ilustración, palabra que dijo varias veces, y en inglés y en francés, para hacerla más universal o más luminosa, y con la que parecía una de esas alegorías de los ateneos o los masones. No, Cayetana no es una política al uso, quizá porque tiene el lujo de no necesitar la política pero amar la política. No disparó contra nadie, ni siquiera contra Egea, con su cosa de tragabolas. La gente aplaudió un par de veces cuando se mencionó a Pablo Iglesias, y también cuando elogió a Ayuso, de la que dijo que era el mayor activo político del PP, que tenía actitud y no tenía miedo. Todo ese miedo que atenaza a Casado y va a terminar con Casado.
El libro de Cayetana es memoria, es diagnóstico, es emplazamiento. En él nos aparecen no sus venganzas, sino el costillar abierto y sangrante de la política y de la sociedad española, más algo que anima a querer curarlo. Siempre queda algo afectado eso de escribirte un Quijote para ti mismo, que algo de eso tiene el libro también. Recordé El director, el libro de David Jiménez. La diferencia es que Jiménez no podría haber dirigido ningún periódico, ni aquí ni en ningún mundo posible, pero las ideas de Cayetana sí podrían hacer política y mejor política. “Lo moral es lo eficaz”. “Decir en público lo que se dice en privado”. Cosas así, que cambian las vidas de la gente más que una ley de aguas o de envases.
Yo también diría que no van a echarla del PP. Al menos, no se va a dejar echar. Nadie se viste de rojo Fénix para quemarse en un cenicerito de Génova ni en un juicio de braseritos de viejas de pueblo de Egea. Iba de rojo y de verticalidad de pluma flamígera, y a mí me recordó a la pluma de Cyrano, que abre y cierra el libro. La pluma que no rendirá, que ya está afilando o bruñendo otra vez, antipática, naif, pija, ilustrada, inspiradora.
Cayetana, vestida de rojo Fénix, de pluma flamígera, de diablesa del hombro izquierdo (o derecho), lo dijo ya al final, como si aquel teatro oscuro y encopado se mereciera el clímax del Don Giovanni de Mozart: “No me van a echar del partido”. Nadie se presenta así, de sirena de fuego, de cigarrera de gala, de pájaro de Stravinski, para anunciar su rendición ni su muerte política. Algunos piensan que este libro es un ajuste de cuentas, pero eso se hace cuando uno ya está muerto o se va a morir o se va a meter a monje radiofónico, a reliquia. Un libro así, escrito bien vivo y tras el que quedas viva y fuerte, como una dominatrix de rojo, eso es otra cosa. Eso es un manifiesto.
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