No pudo más. El 10 de enero de 1969 apuntó en su diario, entre guiones, “dejé The Beatles”, en medio de otras cosas. Así, en un “por cierto”. Como quién deja algo que no le resulta sano y tampoco quiere explayarse más. Sabiendo que se trata de algo tan importante en todo su planeta, meterlo en medio de una frase habla de un enorme despecho, y por lo tanto, deseo de hacer pequeño lo grande. La ilusión con la que ofrecía todo su arte chocaba con una pared de egos llamada Lennon & McCartney y con la sutil presencia, cada vez más evidente, de una certeza: en el fondo, ya no estaban juntos.
Tuvo que ser muy complicado ser productor audiovisual y trabajar para la banda más importante del mundo cuando, a una semana de dar un concierto histórico, no saben si hacerlo en un teatro de Libia o en el Parlamento inglés, por sorpresa. Aquello acabó, a modo de despedida, en el tejado de su discográfica, como bien cuenta la Historia.
Le aplaudieron al final de la jugada, pero no lo hacían cuando él aportaba sus canciones
La muerte en 1967 de Brian Epstein, su mánager, les dejó como pollos descabezados que se sabían más famosos que Jesucristo. Cada uno hacía su vida, llámese Yoko, Linda o Hare Krishna, y llevaban años sin tocar juntos por culpa del invento del multipista. Se habían distanciado. Lejos estaba aquel momento en el que George Harrison, el hombre que nos dejó tal día como ayer hace 20 años, perdió su virginidad frente al resto de la banda, mientras se hacían los dormidos. Le aplaudieron al final de la jugada, pero no lo hacían cuando él aportaba sus canciones. Obras de arte perfectas como Here comes the sun.
En un plató de cine, durante aquellos días de enero de 1969 en los que preparaban el que sería su genial disco de despedida, se escenificó un auténtico reality show, tal y como puede por fin verse en el documental Get Back, ya en plataformas. Es exactamente lo que ve el espectador en esta magnífica reconstrucción de los hechos usando el material sobrante del documental Let It Be, con la calidad técnica de la restauración informática y en 4K. Una telerrealidad que podría aparecer en una parrilla de Mediaset, si no fuera porque se trata de verdaderos VIP y en los 60.
Hubo tensiones, retrasos sin excusa, secretos a voces, y Yoko ahí sentada todo el día como uno más, que no lo era, como le recordaba Ringo
La intención era capturar una banda alegre, creativa, haciendo un show de cualquier cosa, como aparece en Qué noche la de aquel día. Pero como todo el mundo sabe, la realidad supera a la ficción. Hubo tensiones, retrasos sin excusa, secretos a voces, y Yoko ahí sentada todo el día como uno más, que no lo era, como le recordaba Ringo. Aquel jueves 10 de enero, George pidió que la cámara dejara de grabar mientras él dejaba la banda. Una salida que no se hizo efectiva hasta que John dio la estocada final al grupo, meses más tarde.
Pues parece que cada vez son más los que piensan, no sin argumentos de peso, que se cumplen dos décadas desde que nos dejó en esta vida y para siempre el mejor de los cuatro. Él era el que aportaba, como dijo Ono, el toque mágico al talento incontestable del dúo John y Paul. Tampoco es discutible el éxito en solitario del homenajeado, tras temas como Got My Mind Set On You.
Su vida bien merece varios libros, como su autobiografía I-Me-Mine (Kultrum), que por fin se ha podido publicar en español. En ella descubrimos a alguien místico, inquieto espiritualmente, capaz de pasar horas meditando y luego drogarse yéndose de fiesta. Ese libro tomó el título de una de esas canciones que presentó con ilusión al resto de la banda, en medio del reality, diciendo “mirad qué compuse anoche”. Y no, tampoco le aplaudieron.
Los últimos días de vida carnal de Harrison fueron también un reality, pero sin cámaras. En secreto, el 12 de noviembre de 2001, Paul y Ringo comieron con George en un hotel de Nueva York. Allí estaba el guitarrista para someterse a un tratamiento experimental, que resultó inútil y engorroso. Todos ellos sabían desde hacía mucho que padecía cáncer terminal. Olivia Harrison, su esposa, les llamó y solamente tuvo que decir fecha y hora, sin explicar más. George apenas probó bocado de su dieta vegana, y tras recordar anécdotas y cantar juntos algunas canciones, solamente se permitieron llorar a lágrima viva al final del encuentro.
Mientras el prestigioso oncólogo que le trataba sacaba partido hasta el final de la agonía del artista - le hizo firmar una guitarra cuando apenas podía escribir - y los fans hacían de aquello un espectáculo, Paul arregló todo para que el que fuera aquel muchacho al que a veces abroncaba por su carácter pasivo-agresivo, tuviera un final tranquilo en su mansión de Beverly Hills. Así fue como George Harrison, de 58 años, pudo dejar su entorno de piel, huesos y dura realidad. En paz. Escuchando a su amigo Ravi Shankar tocar el sitar y entre mantras. Sin perder en ningún momento la consciencia, tal y como pidió expresamente. Y así llegó el momento de dejar su cuerpo, casi con el mismo desdén con el que anotó que dejaba The Beatles aquel jueves de enero de 1969, esta vez para reunirse con su My Sweet Lord.
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