Los jueces novatos hacen en Cataluña una especie de mili africana, con temblor de ala de mosca en sus togas, y luego se largan aliviados, con la foto de la novia y el birrete volando como la gorra de un guardiamarina. Parece que allí no hay mucha vocación para opositar a ese trabajo o sacerdocio que algunos creen que les convierte en parte de la baraja española, y los que llegan no aguantan, están deseando pedir el traslado. Las vacantes se rellenan con otros reclutas con almanaque en la taquilla, y así cada año. Precisamente el Rey va a repartir en Barcelona los despachos a los nuevos jueces, y es como si fuera a saludar ya a héroes mancos, a carne de cañón o de estrés postraumático, a voluntarios zapadores para un desminado, a soldados aniñados de un horrible Vietnam psicológico. La verdad es que sabemos lo que es eso, porque ya ocurrió en el País Vasco, y no sólo con pesadillas sino con muertos.
“Los jueces no quieren venir a Cataluña, como hace 20 años no querían ir al País Vasco”, cuenta la noticia en este periódico. La carrera de juez, larga, grave, solitaria, abuhardillada, que parece la de organista de mamotretos, se ha convertido en heroísmo en Cataluña. En realidad todo lo normal, todo lo civilizado y democrático se ha convertido en heroísmo en Cataluña. Hablar, escribir, enseñar, votar, estar allí simplemente (enseguida pueden venir a desinfectar tu sombra con lejía, a despejarte las ideas a cantazos o a devolverte a Castilla en un camión volquete), todo eso es ya heroico si se hace sin la cédula nacionalista, con su cosa de salvoconducto berlinés. No iba a ser menos sacarte una plaza de juez o de perito tasador, que pueden ser como húsares españolistas armados hasta la borla.
Los jueces no quieren estar allí, donde son considerados enemigos, esbirros; allí donde Aragonès ordena que no se cumplan las sentencias como un coronelazo
El independentismo ha convertido Cataluña en algo así como una sociedad militarizada. Hay profesores de plástica, actores de guiñol, guionistas de culebrón, humoristas de mona de Pascua, señoras de la AMPA, voluntarios inspectores de carteles de ultramarinos, niñatos con patinete, todos con categoría y autoridad de sargentos en la guerra, siquiera sargentos de cocina o de banda de música. Sus enemigos son ya incluso el vecino con catalán chapurreado, que parece un personaje de La que se avecina, o el colega tibio en su aula o en su compromiso. Cómo no van a serlo esos jueces con faldón de rey de espadas y foto del Rey flotante siempre encima, como el oro del rey de oros; esos jueces que representan la ley y el Estado allí donde se niegan la ley y el Estado.
Cataluña no es el País Vasco de hace 20 años, todavía, pero a ver hasta dónde llegan. Ya hemos visto kale borroka, cabezas abiertas, falanges patrióticas con perfecta organización militar y, sobre todo, hemos visto animar a la violencia desde la más alta autoridad autonómica (“apreteu, apreteu”), cosa que ni en el País Vasco sucedió. A ver cuánto tardan los muchachos de la revolución de las sonrisas en pasar de prender fuego a los maniquíes, que quedaban como locos de manicomio incendiado, a algo menos simbólico y más terrible.
Cataluña es territorio comanche, sin ley, y los jueces son ya como pichones de negro para el tiro al blanco, aunque todavía sea con mierda y no con plomo. Claro que aquello les resulta hostil, y seguirá resultando hostil si al nacionalismo se le sigue permitiendo la intimidación. Intimidan incluso al Rey (o sea al Estado), al que el Gobierno no dejó ir el año pasado a hacer eso que va a hacer ahora, repartir los despachos a los jueces con esa ceremoniosa tristeza con la que nos repartían en la mili las escobas o la sopa. Los jueces no quieren estar allí, donde son considerados enemigos, esbirros; allí donde Aragonès ordena que no se cumplan las sentencias como un coronelazo; donde creen que la ley no es nada frente a un tipo que grita sobre un capó, mojado de confeti y pegatinas como un ganador del Dakar; donde sobran los jueces o quieren sustituirlos por comisarios políticos, como establecía aquella Ley de Transitoriedad, aquella ensoñación que dijo el Supremo quizá también con temblor de ala de mosca.
Los jueces no quieren quedarse en Cataluña, hay ganas de marcharse de allí rápido, con las mangas de las togas saliendo por la maleta como un equipaje de Mortadelo. No soportan ese infierno que es como el infierno de Rambo, ese arrozal de mosquitos y emboscadas en el que sobreviven agarrados a la madera de sus estrados como a una barcaza tiroteada. No son los únicos así, hay policías, políticos, profesores, intelectuales, funcionarios de mojasellos o simples ciudadanos con poca pinta catalana, que diría la alcaldesa de Vic. Y, sin embargo, deben estar o ya no habrá Estado, que es lo que quieren los sediciosos y no sé si lo que quiere Sánchez. Al menos, es lo que permite Sánchez.
El Rey les dará los despachos a esos jueces novatos con su temblor de tintero todavía en la mano o en el propio cuerpo de tintero que les da la toga. Son jueces de un Estado de derecho de la Europa del siglo XXI y parecen héroes o mártires, como tantos en Cataluña. Jóvenes y flacos reclutas con gafitas a los que mandamos sólo con un librito de leyes, como si fuera James Stewart, a una guerra de matones. Va el Rey para darles la mala noticia o el consuelo, como cuando va a los entierros. Podrían ir Marta Sánchez o Bisbal, con culote de bandera, a infundirles valor y moral. Pero esto debería hacerlo el Gobierno, con apoyo y presupuesto, más que nuestros folclóricos. Y más que el Rey vestido para dar diplomas, pésames o mochos. Gracias a Sánchez, es casi lo único que queda en Cataluña del Estado, un Rey de invitado y unos jueces con escoba.
Los jueces novatos hacen en Cataluña una especie de mili africana, con temblor de ala de mosca en sus togas, y luego se largan aliviados, con la foto de la novia y el birrete volando como la gorra de un guardiamarina. Parece que allí no hay mucha vocación para opositar a ese trabajo o sacerdocio que algunos creen que les convierte en parte de la baraja española, y los que llegan no aguantan, están deseando pedir el traslado. Las vacantes se rellenan con otros reclutas con almanaque en la taquilla, y así cada año. Precisamente el Rey va a repartir en Barcelona los despachos a los nuevos jueces, y es como si fuera a saludar ya a héroes mancos, a carne de cañón o de estrés postraumático, a voluntarios zapadores para un desminado, a soldados aniñados de un horrible Vietnam psicológico. La verdad es que sabemos lo que es eso, porque ya ocurrió en el País Vasco, y no sólo con pesadillas sino con muertos.
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