Pedro J., mito del periodismo con pinta de señor de estafeta, se paseaba con paso de león por el escenario de su presentación, que había convertido casi en monólogo, en obra de teatro con simbología de relojes de estación, como un Sabina con tirantes. Me acorde de Fernán Gómez, eso de que en Madrid el teatro son unas señoras, viendo que el mito del periodismo tiene mucho tirón todavía. Allí estaba lo que uno cree que es la flor y nata, o sea apellidos arborescentes, ex ministros o ex ministrables, gente que no conoces pero son dueños de tu ropa o tu préstamo o tu último premio Planeta de aglomerado... Estaba Esperanza Aguirre, ninguneada, a la que le preguntaban el nombre. Estaba Iván Redondo como buscando trabajo. Estaba hasta alguien con esmoquin que no, no era Sánchez. Todavía tiene su público Pedro J., que diría que ha ganado cierta pelusa y vestuario eternos de Rhapael.
Pedro J. o Pedrojota, que así me gusta más, enladrillando todo el nombre como los jeroglíficos, tiene algo de Walter Matthau, y él lo reconoce. Es el director que empezó haciendo aquí periódicos americanos, incluso un poco con botines americanos, para que nos fuéramos acostumbrando. Aquí había antes periódicos parroquiales, periódicos revolucionarios, periódicos posibilistas, periódicos del Movimiento, y tanta era la costumbre que hasta El País funcionaba o funciona como un periódico del Movimiento (esto es de Makinavaja, por cierto). Pedrojota empezó a hacer periodismo americano, sin sombras alcalaínas de los ministerios, ni de sus ministros todavía de gafa gorda, sin el calendario de adviento, sin el cuñado en la jefatura, esas cosas de por aquí.
El periódico español ya no iba a ser una calesita de toreros, ni el parte oficial, ni el pasquín ideológico que tocara; el periódico no iba a escribir de lo que hablaba el país, sino que el país iba a empezar a hablar de lo que escribiera el periódico. No a buscar folclóricas, sino secretos. “Lee El Mundo, es un periódico muy americano”, me decía un amigo. Y sí empecé a leer yo El Mundo, porque no era el periódico del café con leche, ni del señor obispo, sino que todavía no se sabía muy bien qué era y eso nos parecía muy americano. Hasta yo me veía algo americano escribiendo ya luego en El Mundo, siquiera desde Sanlúcar. Yo creo que Pedrojota va con tirantes raros, tirantes como autopropulsados, y camisas de varios sabores, y que es coqueto y hasta engreído, todo porque sigue como con el disfraz de pionero de lo suyo, un poco como si siguiera teniéndose que vestir de tirolés del periodismo para recordar esa pureza montañera y extranjera del periodismo que él comenzó.
Presentaba Pedrojota la primera parte de sus memorias, Palabra de director, y lo hacía justo donde presentó su libro Cayetana. En el libro de Cayetana se cuenta una anécdota, cuando ella le comunica a Pedrojota que deja el periódico porque se marcha a la política y él le dice: “Pero ¡¿te has vuelto loca?¡ ¡¿No te das cuenta de que el periodismo es política sin responsabilidad?!”. Cayetana quería la responsabilidad, y Pedrojota, sopone uno, prefería la versatilidad, la ambigüedad. Haciendo política vaticana o política inspiradora, sin partido, el caso es que Pedrojota ha hecho historia o él ha ido haciendo la historia, que no es lo mismo.
Pedrojota va con tirantes raros, como autopropulsados, porque sigue como con el disfraz de pionero de lo suyo
El libro de Pedrojota, su vida, es la vida de España este último cuarto de siglo. Él está en todos lados, como si fuera Forrest Gump, y eso le ha puesto como argollas de navegante en la oreja, que así lo contaba al comienzo de su monólogo. Pedrojota se movía por el escenario, se quitaba la chaqueta como esa gente que se quita las gafas, para enfatizar o para seducir, y parecía pasearse por el gran ballenero de la España de los últimos tiempos. Los tres golpes, 23-F, 11-S, 1-O, aunque del último sólo le cabe, por la cronología, aquella conversación con Zapatero, cuando le dijo con voz de chorrito y entre chorritos eso de que “Dentro de 10 años España será más fuerte, Cataluña estará más integrada y usted y yo lo viviremos”. Sus relaciones con el Rey, que pasaría de héroe a pichabrava, o con los presidentes de Gobierno, Suárez de la gesta a la bruma y a la nada, Felipe de la Petanca al GAL, Aznar con la guerra de Irak... Rajoy y Sánchez, avisaba, saldrán en el siguiente tomo.
Pedrojota no contaba batallitas, porque contando sus historias estaba contando las de todos, y además lo hacía con soltura, y ritmo, con tablas de comediante, que a lo mejor muchas veces ha tenido que hacer de comediante y por eso se le ha quedado ese tipito como de miembro de cuarteto de barbería. Habló luego de sus dichas, de sus grandes primicias, Roldán, Amedo, Vera, Barrionuevo; y de sus desdichas, las veces que lo quisieron matar, el vídeo sexual y, sobre todo, los tres caídos de El Mundo: López de Lacalle, Julio Fuentes, Julio Anguita Parrado. Con el paraguas rojo de López de Lacalle en la pantalla del teatro, puro cuajarón de sangre y crueldad, recordó el director las palabras de Otegi, explicando que ese día “ETA había puesto sobre la mesa el papel de los medios de comunicación”. Es el mismo Otegi que ahora es medio vegano, príncipe de la paz y compañerito folclórico de Sánchez.
Pedrojota, mito que sonaba en las redacciones como el león mitológico que luego le ha servido de logo, que pasaba por tu espalda sonando a inminencia y a dolor de carrito de las inyecciones, al que han echado dos veces, que ha fundado tres periódicos y ha cabreado a todos los presidentes, a todos los partidos y a casi todos sus empleados y colegas; Pedrojota, presumido, brillante e incansable, ahora con su El Español no esta consiguiendo hacer otro El Mundo (lo ve uno un periódico más amarillo y más monetizado). Pero Pedrojota sigue siendo un romántico o un pillo disfrazado muy bien de romántico: “Si el periodismo es una cárcel, yo pido cadena perpetua”, terminó.
Por allí seguía Iván Redondo buscando patrón, un Iván Redondo al que habían colocado en la cuarta fila (qué significativo) y que cada vez parece más el pequeño Nicolás, siempre con sospecha de impostura. Por allí seguía Esperanza Aguirre, a la que ya no reconocen los azafatos, ni la reconocí yo, que tuve que pedirle paso para llegar a mi asiento. Aguirre como una particular, los ganadores o los vividores indistinguibles, la delgadez de siempre con las lentejuelas de siempre, y hasta ese joven con esmoquin, como si se le hubiera perdido una ganadora de Goya. Había en el público dinero y poder, con su poco de Ibex y su poco de pecera de Florentino, como en los discursos de Pablo Iglesias. Allí se quedó Pedrojota firmando su libro o firmando la promesa de que les sobreviviría a todos. Eso es lo que significa ser historia. Quizá historia a lo Walter Matthau, un Walter Matthau más canalla quizá de lo que reconocería Pedrojota.
Pedro J., mito del periodismo con pinta de señor de estafeta, se paseaba con paso de león por el escenario de su presentación, que había convertido casi en monólogo, en obra de teatro con simbología de relojes de estación, como un Sabina con tirantes. Me acorde de Fernán Gómez, eso de que en Madrid el teatro son unas señoras, viendo que el mito del periodismo tiene mucho tirón todavía. Allí estaba lo que uno cree que es la flor y nata, o sea apellidos arborescentes, ex ministros o ex ministrables, gente que no conoces pero son dueños de tu ropa o tu préstamo o tu último premio Planeta de aglomerado... Estaba Esperanza Aguirre, ninguneada, a la que le preguntaban el nombre. Estaba Iván Redondo como buscando trabajo. Estaba hasta alguien con esmoquin que no, no era Sánchez. Todavía tiene su público Pedro J., que diría que ha ganado cierta pelusa y vestuario eternos de Rhapael.
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