Ayuso y Casado se reencontraron por fin en la presentación del libro de Rajoy, bajo la paz artificial y orientaloide de las palmeras de interior y de las lámparas de araña del Casino de Madrid, que son como sauces de cabello de ángel o de champán helado. El suyo pareció un saludo en el vagón comedor del Orient Express, con una distancia de carritos, sombrereras y sospechas, y la nieve queriendo congelar desde fuera las soperas y los bigotes. Ese frío que hiela grandes duquesas, solistas lánguidas de violín y abrecartas asesinos, eso es lo que había entre ellos. Rajoy había reunido a Ayuso y a Casado como un capitán de barco, ahí con su libro de capitán como para casarlos, pero nadie quería casarse, estaban todos como en el lento ascensor del trasatlántico, con conversaciones de ascensor y música de ascensor, deseando salir de allí antes de que se les cayera encima una lámpara como un alud o como una torre de champán.
Rajoy, santo varón, había dicho antes en la COPE esta sentencia que es para ponerla en su estampita cuando se le haga una estampita: “Estas cosas acaban arreglándose”. Ése es Rajoy, el que arregla las cosas esperando que se arreglen solas, y supone uno que ése será el tema de su libro, que yo no he leído pero que imagino como una larga reflexión de alguien que mira la política como se mira una pecera de señor mayor, y que eso será precisamente la “política para adultos”, la política con acuario o con tortuga compañera o con barco de botella. Rajoy era, en realidad, la persona más cómoda para el reencuentro. Rajoy es ya como su mantita de señor con mantita, hay algo en él de jefe de la tribu con café de pote y batallitas espirituales que aconseja a los jóvenes y los inviste de sabiduría tocándoles la cabeza con su mano de rama humeante. O sea que ir a ver a Rajoy es como ir a ver al papa del PP, a que te otorgue perdón o te regale la Biblia del oso o una navajita para tallar.
Lo que hay que conseguir es el acuerdo, pero para eso hace falta que Casado pierda el miedo o que pierda a Egea
Después de 40 días sin verse, como si fuera una prueba del mismo Jehová, yo asumo que este reencuentro de Casado y Ayuso se ha preparado con mucho cuidado, como un concierto de año nuevo o una cabalgata de Carmena. Nada más inofensivo que Rajoy, nada más inofensivo que un libro de Rajoy, así hecho como de miga para patos. Y nada más propicio que ese tipo de escenarios que son como de una frágil y duradera decadencia, de un mármol de papel, de un oro de pavesas, de un techo de muda de pluma de ángel, de unos espejos que aprovechan la luz de incendios del pasado... Son esos sitios en los que cualquier desaire suena a que se raja la escalinata, con otro alud de escalones y moqueta, o se raja la proa del barco. Esos sitios, en fin, donde el protocolo, la educación, el silencio y la suavidad parecen exigencias arquitectónicas del propio edificio, sin las que se vendría abajo.
El acto se preparó con cuidado, estoy seguro, pero lo que pasa entre Casado y Ayuso no se puede ni disimular ni adornar. Ni posponer. Es cierto que ayudaba que estuviera Rajoy con su ternura de abuelo con castañas, y Carlos Herrera, que le da a todo lo que hace un aire como de paella o capea entre amigos o curas castrenses, y que entre Casado y Ayuso, o entre todos, iba y venía Almeida como el sobrinito de las arras. “El PP es un partido unido”, se dedicó a decir como el que se ha aprendido sólo ese villancico. La preparación del evento incluso contó con una carabina o anticarabina, la propia mujer de Rajoy, Elvira Fernández, con algo de señora Colombo, que situaron entre Casado y Ayuso igual que una reja andaluza.
Al ir a hacer la foto, Rajoy empujó a Ayuso hacia Casado, y ella se quedó un momento dudando, entre el corte y la cobra, hasta que la organización la devolvió a su lado del ajedrez. El sitio era propicio, el ambiente era suave, el PP tenía que salir de allí unido, amigable y como convidado por Herrera, y sin embargo se mantenía a Ayuso y Casado separados por oportunos muebles o campos eléctricos o gente de balaustrada. El breve momento que estuvieron hablando, junto a una palmera de maceta, parecían dos figuras de procesión de Domingo de Ramos, sujetados por tornillos a su dogma. Parece que hablaron de sus agendas y creo que se les oye mencionar algo del derbi madrileño. Después de 40 días y 40 noches de tentaciones, celos, fugas y miedos, con toda España pendiente de ellos dos, a mí me pareció la más sospechosa de todas las conversaciones intrascendentes, como la de dos espías con periódico.
Ayuso y Casado, llevados y traídos, colocados y dispuestos, como en un belén o en una cajita de música con bailarina y soldadito de plomo, sólo desprendían vaho por los ojos en ese ambiente de Ferrero Rocher y estación de Tolstói. Seguían siendo la solista y el director sin talento, la musa y el maestrito, la reina del rocanrol y el empollón. Ante ellos parecían surgir cisnes de hielo, patinadores con bandeja y números musicales inversos de La bella y la bestia, o sea con las teteras y los candelabros quitándose la vida, desesperados. La foto podría haber salido mejor, pero hay cosas que, simplemente, no pueden ocultarse.
Mejor no hacer fotos con nuestros políticos enfrentados ahí en las rodillas de Rajoy como de Papá Noel; mejor no hacer bailes vieneses con vienismo de café vienés por la calle de Alcalá que nos dejen ateridos; mejor no hacer que Almeida nos cante sobre la unidad el PP como un Umpa Lumpa, porque es cuando nos da por pensar que esto no se va a arreglar, aunque lo diga Rajoy mirando a su tortuga compañera. Lo que hay que conseguir es el acuerdo, pero para eso hace falta que Casado pierda el miedo o que pierda a Egea, como se pierde a un cuñado gañán en la discoteca.
Ayuso y Casado se reencontraron como en el Orient Express, entre plata asesina, cubreplatos bizantinos, patos mandarines y grutas en las ventanas. Era ese frío que congela gramófonos, monóculos, estribos y primeras bailarinas. Salieron todos del Casino de Madrid y parecía querer seguirlos un alud de capiteles rodantes, incendios dieciochescos y naufragios árticos.
Ayuso y Casado se reencontraron por fin en la presentación del libro de Rajoy, bajo la paz artificial y orientaloide de las palmeras de interior y de las lámparas de araña del Casino de Madrid, que son como sauces de cabello de ángel o de champán helado. El suyo pareció un saludo en el vagón comedor del Orient Express, con una distancia de carritos, sombrereras y sospechas, y la nieve queriendo congelar desde fuera las soperas y los bigotes. Ese frío que hiela grandes duquesas, solistas lánguidas de violín y abrecartas asesinos, eso es lo que había entre ellos. Rajoy había reunido a Ayuso y a Casado como un capitán de barco, ahí con su libro de capitán como para casarlos, pero nadie quería casarse, estaban todos como en el lento ascensor del trasatlántico, con conversaciones de ascensor y música de ascensor, deseando salir de allí antes de que se les cayera encima una lámpara como un alud o como una torre de champán.
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