Una de las reglas casi sagradas del oficio periodístico y del análisis de la actualidad es la no implicación propia, o la menor posible, en aquellas historias que referimos o diseccionamos para nuestros oyentes o lectores. Otra de ellas es que el informador o el analista no debe ser jamás protagonista de la historia de la que trata. En este caso concreto, me permito "violar" ligerísimamente sólo la primera de ellas. Conocí, no en profundidad, pero tuve el placer de tratarla en algunas ocasiones, a Verónica Forqué. Y he llorado por su muerte. Mucho. Les confieso que más que, tal vez, más que la de otras personas que han podido serme más cercanas. Su enorme sensibilidad, ese talento desbordante lleno de matices y fragilidad y su cercanía me han parecido siempre enormemente atractivos. Un auténtico imán para cuerpo y alma.
He sentido la necesidad de volcar en el presente texto todo el turbión de ideas, de conceptos, de experiencias personales que se agolpan en mi cabeza y que tienen mucho que ver con ese cáncer del alma, como lo llama mi amigo el Maestro Joao, silencioso y cobardemente ocultado por nuestra sociedad y que se llama depresión, que empuja a cientos de miles de personas en todo el mundo a quitarse la vida y que estigmatiza para los restos a su entorno más cercano.
Lo peor para aquellos que se quitan la vida quitarse es silenciar su historia, porque es someterlos a una ‘doble muerte’
Las primeras informaciones apuntaron, como siempre, a que Verónica Forqué había sido hallada muerta en su casa. Ya saben, esa forma eufemística de aclarar que no se trataba de una muerte violenta, que tampoco tenía enfermedad, dolencia o patología grave conocida, ni tan siquiera había muerto -ese otro maldito y manido eufemismo- "víctima de una larga y cruel enfermedad", es decir, cáncer. En pocos minutos, los medios comenzaron a desvelar, con libertad, la verdad cruda y desnuda: todo parecía apuntar a que se había suicidado. Así de duro, así de simple, así de tremendo. Al igual que ocurrió con el terrible mazazo que supuso conocer la noticia del suicidio de Blanca Fernández-Ochoa. En estos casos, los medios hemos perdido ya el miedo de trasladar a la opinión la realidad tal como es, tal como ha ocurrido: sin filtros, sin eufemismos estúpidos, propios de una sociedad infantilizada.
La ‘omertá’, el manto del silencio… y la maldita hipocresía
Durante muchos años ha imperado una ley no escrita en el oficio periodístico: la de no informar de los suicidios porque se pensaba, erróneamente, que tales noticias provocaban un ‘efecto dominó’, un efecto llamada de perniciosas consecuencias. Han tenido que transcurrir muchas décadas para que la ONU y el Parlamento Europeo, amén de prestigiosas universidades extranjeras e institutos privados, hayan demostrado que esto no es así. Al contrario; el peor favor que puede hacerse a las personas, amigos o familiares de aquellos que adoptan la terrible decisión de quitarse la vida es silenciar su historia, porque es someterlos a una ‘doble muerte’, a un doble estigma. Una especie de pecado que acompaña de manera maldita y de por vida tanto a quien se ha quitado la vida como a sus seres queridos, como si algo tan fatal y lamentable como una muerte tuviera además la capacidad de hablar mal de quien la ha sufrido y de los suyos. Han tenido que pasar muchos años, y acumularse decenas, tal vez centenares de miles de historias como la Verónica, pero que por no ser propias de una persona con perfil público quedan en el anonimato más absoluto, para que se abra camino la idea de que sólo visibilizando esta realidad se puede ayudar a quienes la sufren.
Ese manto de silencio impuesto, no sólo por la hipocresía religiosa de algunos -ya saben, ‘sólo Dios puede dar y quitar la vida’- sino por la propia hipocresía de una sociedad, presuntamente moderna y civilizada, que prefiere ignorar sus miserias y darles la espalda, antes que afrontarlas dando la cara valientemente.
¿Cuáles son las razones que acaban empujando a alguien -que puede ser cualquiera de nosotros- a tomar una decisión tan bestial como la de quitarse la vida? ¡Ojalá lo supiéramos! De ser así, médicos, psicólogos, profesionales del coach y otros expertos podríamos ayudar y poner al menos nuestro grano de arena para mitigar esta otra pandemia silente.
¿Datos reales? ¡Apenas conocemos la punta del iceberg!
El gran problema es que para detectar un problema es necesaria, indudablemente, una gran dosis de información. Para analizar la ruina de una empresa debemos conocer sus balances y su estado financiero reciente, para diagnosticar una enfermedad de las llamadas ‘comunes’, debemos conocer los antecedentes médicos del paciente, sus hábitos nocivos o su predisposición genética. El problema de este cáncer del alma, porque eso es la depresión, que en muchos casos acaba detonando en un suicidio, es que ni siquiera los más cercanos conocen con exactitud qué les ocurre a sus víctimas, qué les pasa por la cabeza, cuál es el motivo de su sufrimiento y de su íntima tortura.
Valga lo expuesto para hacernos una idea de lo difícil que es tener acceso a datos oficiales sobre el número de personas afectadas por esta lacra cada año en un país como España. Se acepta por consenso el dato, más o menos aproximado, de que en nuestro país serían anualmente unas cuatro mil las personas que deciden quitarse la vida. Entre diez y doce diarias.
Precisamente por ese manto de silencio mediático, y por qué no decirlo, también político, y por esa dificultad de diagnosis, incluso desde el punto de vista policial y judicial, se impide en un alto porcentaje de casos determinar cual es la causa exacta de un óbito es el suicidio. Sólo cuando la víctima explicita sus motivos a través de una carta, o de una grabación, asunto que tiene más que ver con el cine y la literatura y bastante poco con la vida real, podemos saber exactamente qué es lo que ha ocurrido.
Un conocido cercano, que ha ocupado en gobiernos anteriores altas responsabilidades políticas en materia de Igualdad y Asuntos Sociales, desde el rango más próximo al de ministro, me contaba hace algunas horas que en su departamento, cuando de él dependía, había numerosos planes trazados sobre casuísticas concretas: desde el sufrimiento moral de los familiares de una víctima del terrorismo, por poner un ejemplo, hasta -¡pásmense!- maquinistas ferroviarios que, sin comerlo ni beberlo, habían pasado por el traumático trance de arrollar a una persona que se había tirado a las vías del tren. Son perfiles muy específicos, pero es que hay cientos de gentes que quedan traumatizadas de por vida. Solo en fecha reciente, hace apenas unos meses, merced a una iniciativa del gobierno que preside Pedro Sánchez, se ha articulado todo un ambicioso Plan de Salud Mental, dotado con suficientes recursos, médicos y económicos, y que pretende detectar perfiles de riesgo y proporcionarles cuanta ayuda sea posible para hacerles saber que no están solos y que el suicidio no es una opción.
¡La empatía, estúpidos, la empatía!
Sabemos poco o nada, casi siempre, de quienes nos rodean en nuestro trabajo, en nuestro entorno social o incluso familiar, y aunque parezca a algunos frívolos una obviedad, la causa de ello es la tremenda falta de empatía de la que adolecemos, como individuos y como sociedad.
La empatía no es otra cosa que el arte de comprender las emociones del otro y de ponerse en su lugar. La carencia general de esta cualidad es sorprendente habida cuenta de que, y desde mi experiencia de 30 años consumidos en el trabajo de coaching con políticos, empresarios y directivos lo puedo afirmar con rotundidad, es una de las más relevantes para triunfar y para ser felices. Colocarnos en el lugar del otro, tratar de entender lo que pasa por su mente e interiorizar su visión de la realidad, liberándonos a la vez de nuestros prejuicios, es tan fundamental que me sonroja tratar de explicar la sorpresa que sigo percibiendo en muchos de mis clientes cuando les explico que la clave del éxito, laboral, por ejemplo, está en los pequeños detalles y no en las grandes cifras o en pomposos nombramientos.
Siguen siendo legión las personas que únicamente se preocupan por satisfacer sus deseos sin tener en cuenta los sentimientos de los demás. La empatía es además la base del carisma, y un signo inequívoco de quien la posee es, sin duda alguna, un notable grado de madurez, vital y profesional. La antítesis de la empatía es la 'ecpatía', definida como ese comportamiento que nos conduce a actuar como si nuestros problemas fueran los únicos, cuando lo que nos cuentan nos importa poco o nada, cuando el sufrimiento de quien nos rodea nos es completamente ajeno.
Desconozco si, en sus últimos compases de vida, Verónica sufrió comportamientos como los que describo. Sí sé, como sabe España entera, que ese poderoso, triturador, y muchas veces maldito compañero de nuestra "modernidad" llamado, llamadas, ‘redes sociales’, se había cebado, se habían cebado con ella, por sus últimas apariciones en el exitoso programa televisivo MasterChef. A muchos debía parecerles que el comportamiento de la hoy llorada Verónica Forqué escapaba a los cánones impuestos por esa ‘secta tuitera’ que dicta férreamente cómo debes pensar, hablar, vestir, sentir, amar u opinar. Desde ayer los mismos tuiteros que usan las redes sociales cómo un vomitorio de odio, han empezado a especular y culpar de lo ocurrido a Master Chef. Suelo ver el programa y el trato que los presentadores y la mayoría de los concursantes han dado a Verónica ha sido, desde mi punto de vista, siempre respetuoso y lleno de sensibilidad y ternura. Conscientes de que se encontraban frente a una mujer que no estaba en su mejor momento, la han arropado más que a los demás concursantes. Nadie tiene la culpa de lo ocurrido o probablemente todos.
Descansa en paz, Verónica. Es terrible tener que escribir esto, pero parece que, a veces, sólo la muerte es capaz de convertirnos en seres plenamente libres.
Sed empáticos, por favor. ¡Poneos en el lugar de quienes tenéis a vuestro lado! No es difícil. Únicamente son necesarios dos requisitos: despojarnos de nuestro egoísmo y estar atentos, atentos no sólo a nuestro propio ombligo sino a lo que sienten y piensan los otros.
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