El presidente del Gobierno se reunirá hoy, a dos días de la Nochebuena, con los presidentes de las comunidades autónomas para "evaluar" la situación de la pandemia. La ministra portavoz, Isabel Rodríguez, ya advirtió ayer que Pedro Sánchez, fundamentalmente, irá a esta cumbre a "escuchar". No vaya a ser que se creen falsas expectativas.
Ya el pasado domingo, el presidente decepcionó incluso a sus partidarios. No es de recibo anunciar por sorpresa una declaración institucional para no decir nada. El único titular que conseguimos extraer de su decepcionante discurso fue: "Vacunar, vacunar y vacunar". Pues vale. De acuerdo. No creo que los españoles necesiten mucho ánimo para vacunarse. A las pruebas me remito.
Algunos han creído ver en su comparecencia la excusa para el uso del Falcon en su visita a Barcelona (Sánchez acudió a la clausura del Congreso del PSC). No lo sé. Lo que está claro es que su intervención fue improvisada y vacía.
Ahora tenemos la Conferencia de Presidentes. Un formato poco útil, por no decir directamente inútil. Cada presidente tendrá cinco minutos para hablar y no se ha hecho ningún trabajo previo desde el Ministerio de Sanidad para que se pueda aspirar a alcanzar un mínimo acuerdo sobre las medidas a adoptar, si es que hay que adoptar alguna, ante el alza de contagios por la nueva variante ómicron. Sin ser adivino, ya les digo que la reunión será un fracaso.
El presidente no está dispuesto a volver a las andadas de adoptar medidas que afecten a todos los ciudadanos. Cuando lo hizo, lo hizo mal. Ahí está el reproche del Tribunal Constitucional. Todo lo más, hará recomendaciones, sugerencias. Para evitarse líos Sánchez recurre a la manoseada "cogobernanza", que, en román paladino, significa que cada autonomía haga lo que le venga en gana.
La reunión, por tanto, aboca al desmadre que ya estamos viviendo, pero esta vez en tono superlativo. Pere Aragonés, el presidente de la Generalitat, quiere que las medidas restrictivas que ha puesto en marcha en Cataluña (que suponen el cierre del ocio nocturno, la limitación horaria de bares y restaurantes y el toque de queda) se extiendan a otras comunidades. "Cataluña no es una isla", ha dicho. Esto habría que recordárselo en otros asuntos, como el de la lengua, por ejemplo.
Isabel Díaz Ayuso ya ha dicho que no es partidaria de nuevas medidas restrictivas, aunque, eso sí, pide prudencia en unas fiestas que suponen mucha movilidad y reuniones familiares numerosas.
Vivimos una ola de histerismo. Los datos de hospitalizados y ocupación de UCI no justifican una alarma que está colapsando la atención primaria y las urgencias
Otras autonomías, como la Comunidad Valenciana, claman por la extensión del pasaporte Covid... Y así podríamos seguir hasta un total de diecisiete propuestas distintas.
No hay consenso entre los expertos sobre la utilidad de alguna de esas medidas, aunque según pasan los días aumenta el escepticismo sobre la eficacia del pasaporte Covid; sobre todo, porque genera una falsa sensación de seguridad. Los vacunados -esa es la triste realidad- también se pueden contagiar y transmitir a su vez el contagio. El pasaporte en sí mismo no es ninguna garantía de nada: simplemente certifica que el que lo posee tiene la pauta completa.
En realidad, el método más eficaz para frenar los contagios es el confinamiento, como pretenden los virólogos más fundamentalistas. Pero ningún político está dispuesto a asumir ese sacrificio.
La cuestión es si, de verdad, la situación es tan grave como para cerrar los interiores de bares y restaurantes, limitar horarios o imponer toques de queda.
Lo que dicen los datos es que el número de contagios está creciendo aceleradamente, pero que la ocupación hospitalaria y de camas UCI no reviste ni mucho menos el dramatismo que vivimos en anteriores olas.
En Madrid, por ejemplo, el número de fallecidos por Covid (6 el pasado lunes) no tiene nada que ver con los registrados en otras ocasiones.
Sin embargo, estamos ante un tsunami de sicosis que se parece bastante al que vivimos durante la primera oleada. Con notables diferencias: hay colas en las farmacias para conseguir test de antígenos; colas en los centros de salud para hacerse pruebas PCR, y mucha gente que espera en urgencias para que le digan si lo que tiene es un catarro o el Covid.
Los gobernantes deberían poner freno a esta histeria colectiva, que, además de no estar justificada, supone un descrédito para la campaña de vacunación, que ha sido un éxito.
Hay que extremar la prudencia, utilizar la mascarilla, rehuir los locales atestados de gente, moverse lo justo y... vacunarse. Pero no caer en la trampa de volver a los cierres masivos, que han tenido consecuencias tan dramáticas como la pérdida de más de 170.000 empleos (además de haberse demostrado ineficaces).
El pánico está llevando al colapso de la atención primaria y de las urgencias hospitalarias. Mientras que el foco se pone en el Covid, se dejan de atender otras patologías y se aplazan intervenciones quirúrgicas con consecuencias que aún no se han evaluado convenientemente.
El aumento de las enfermedades mentales está directamente relacionado con las limitaciones que ha impuesto la lucha contra el Covid, sobre todo en los más jóvenes. Los médicos están preocupados porque el deterioro de la salud ha aumentado en este último año y medio, especialmente entre los mayores.
Dar otra vuelta de tuerca a las restricciones, si las cifras de ingreso en UCI y fallecidos continúan siendo manejables, sería un error.
Ante esta situación tan aparentemente contradictoria (mucha preocupación, mientras que los contagios tienen consecuencias muy leves) el Gobierno no puede ponerse de perfil y debe asumir alguna responsabilidad. Al presidente no se le paga sólo para que escuche.
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