Djokovic ha trascendido el deporte, ya es otra cosa, un símbolo como el trofeíto de aparador de él mismo, un agente infiltrado con tapadera de gimnasio o de lavandería, otro político que vive en chándal de guacamayo o de banderas. Lo de siempre, en fin, porque trascender el deporte es lo que hace el deporte, que si no sólo sería cansarse en público igual que en privado. Nadie que habla de deporte habla sólo del deporte, como cuando se habla de Nadal, que ya era nuestro Superman, forzudo, guapo, santo y yerno a la vez, antes que Sánchez. A lo mejor lo que le ha pasado a Almeida ha sido esto, que nadie cree que se pueda hablar sólo de lo deportivo. Nadie aquí puede hablar ahora del tenis de Djokovic sin pensar en el antivacunismo, igual que nadie aquí puede hablar del tenis de Nadal sin que luego le salga una propuesta de matrimonio, de escultura o de avemaría.
El deporte da para más pedantonerías que las Bellas Artes, y aquí enseguida tenemos un héroe por rematar con el hombro en el último minuto (como en cualquier otro minuto), un santo por firmar una gorra con patrocinio de seguros, o un genio por hacer una pingaleta patriótica como una patriótica cabra de plaza mayor. La verdad es que un genio de la pelotita tiene tanto sentido como un genio del hula hoop. Teodoro García Egea podría ser un genio del hueso de aceituna, quiero decir. Hasta los más líricos amantes del deporte deberíamos reconocer (me voy a contar yo, que soy poco futbolero pero muy polideportivo) que gozamos con esa exageración o esa cursilería un poco olímpica del humanismo del sudor y de los apolos con jabalina, como si estuviéramos en el opistódomo del templo de Zeus, como Tucídides ante Heródoto (toma cursilería). Pero basta imaginarlos con hula hoop o con hueso de aceituna, claro, para que todo resulte más relativo.
Djokovic es libre para tener miedo, para no ponerse la vacuna o para no ponerse coletas, pero no puede pretender que su miedo le libre de las responsabilidades de cualquier otro ciudadano
Djokovic con hula hoop, como genio del hula hoop, o del hueso de aceituna, o de la petanca, o del pulimentado del curling incluso, no sé si resultaría igual de heroico, de patriótico, de simbólico, de polémico, de sobrado y de marmolillo. Pero el caso es que buscamos héroes, santos, genios y lírica entre lo que nos gusta o entre lo que tenemos. Aquí no tenemos imperio ni muchos nobeles, sino deportistas, así que los opistódomos, la gloria y los diarios los llenamos con ellos. Antes también se llenaban con toreros, que podríamos imaginar como montañeros solitarios ante la montaña del toro. Con el torero nos sale un heroísmo, ese heroísmo ante la monstruosidad de la naturaleza, más potente y real que con el bailarín de área pequeña, que es como pensar que pueda ser un héroe alguien que hace claqué. Luego, claro, uno recuerda lo que decía Roland Barthes, eso de que no hay nada más irritante que el heroísmo sin objeto.
Con nuestros futbolistas raciales o geómetras, con nuestros ciclistas cabreros o cibernéticos, con nuestros baloncestistas calvos o voladores, hemos hecho nuestra gloria, nuestro panteón, nuestro ejército, que hasta los llamamos armada cuando desembarcan por ahí en Roland Garros como en una playa dorada. Como digo, el deporte siempre trasciende el deporte, no es deporte si se queda en sudar igual que sudaría el que se come un pollo, en ganar igual que el que gana al parchís, en sufrir como sufre un empollón en el recreo. A Iniesta, a Gasol, a Nadal o a Ricky Rubio (“never too high, never too low”) los tomamos entre nuestros poetas, nuestros filósofos, nuestros artistas, nuestros santos y nuestros marinos. Es una exageración ridícula, pero aun imaginándolos con hula hoop quedaría algo más, siquiera bonhomía o tierna vulgaridad. Djokovic, por contra, sólo tiene su hula hoop.
A Djokovic lo han tomado para sí los matones y los antivacunas y su deporte es ahora eso, un genio del hula hoop en contra de la ciencia, de la civilidad, de la generosidad, de la valentía (los matones son cobardes o no tendrían la necesidad de ser matones). El miedo a la vacuna debe de ser un miedo atroz, o sea mucho mayor que el que pueda tener un aprensivo como yo, que ya tiene las tres dosis como las tres heridas del poeta, así que compadezco a Djokovic y a los suyos por su sufrimiento. El miedo puede ser físico, ideológico o pudibundo, que a lo mejor que les pongan la vacuna es para algunos gallitos algo así como que les pongan coletas. En todo caso, es un miedo tan grande que sólo se puede encubrir, igual que el matón, fingiendo una gran fuerza, algún tipo de lucha o de aureola. Djokovic es libre para tener miedo, para no ponerse la vacuna o para no ponerse coletas, pero no puede pretender que su miedo le libre de las responsabilidades de cualquier otro ciudadano, sea genio de la raqueta, de la paleta o del hula hoop, o no sea genio de nada, que ni falta que hace.
Claro que Djokovic ha trascendido el deporte: es política, es nacionalismo, es iconografía, es negocio, como toda estrella. Por eso el error de Almeida fue no hablar del elefante estando allí el elefante, o sea el antivacunismo unido a la desobediencia, lo que hace al alcalde sospechoso de ceguera o al menos de bizquera (aún más, el error fue pretender hablar sólo del deporte hablando de deporte, cosa que lo hacía parecer ya un ultracuerpo invasor). A Djokovic tampoco le vamos a exigir que sea Nadal con ramo de flores, pero sí que cumpla las normas. A los políticos, como poco, les pedimos que no se hagan los bizcos ante la chulería de quienes no las cumplen. Por la norma, hasta Agassi, más rebelde y más valiente que el serbio (había que ser valiente para vestir los fosforitos que vestía) se puso de blanco novicio en el noviciado de Wimbledon. Sin embargo, la norma no basta para ser ejemplo, ni en el caso de Djokovic ni en el de Almeida. Yo me los imagino a los dos con hula hoop y ya no me parecen ni tan geniales ni tan importantes.
Djokovic ha trascendido el deporte, ya es otra cosa, un símbolo como el trofeíto de aparador de él mismo, un agente infiltrado con tapadera de gimnasio o de lavandería, otro político que vive en chándal de guacamayo o de banderas. Lo de siempre, en fin, porque trascender el deporte es lo que hace el deporte, que si no sólo sería cansarse en público igual que en privado. Nadie que habla de deporte habla sólo del deporte, como cuando se habla de Nadal, que ya era nuestro Superman, forzudo, guapo, santo y yerno a la vez, antes que Sánchez. A lo mejor lo que le ha pasado a Almeida ha sido esto, que nadie cree que se pueda hablar sólo de lo deportivo. Nadie aquí puede hablar ahora del tenis de Djokovic sin pensar en el antivacunismo, igual que nadie aquí puede hablar del tenis de Nadal sin que luego le salga una propuesta de matrimonio, de escultura o de avemaría.
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