Mucho se ha hablado estos días sobre las verdaderas razones del adelanto electoral en Castilla y León. Pues bien, la afirmación del presidente Alfonso Fernández Mañueco en el pasado debate electoral -“el gobierno es mío”- nos ofrece una pista valiosa para entender esta cuestión.
Aunque lo parezca, la afirmación no fue un lapsus. Hay que tener muy asumida la patrimonialización de las instituciones democráticas para hacer esta afirmación de forma reiterada en un debate predecible en el que todas las intervenciones del candidato Mañueco estaban preparadas y escritas.
“El gobierno es mío”, es la declaración de un político que perdió las pasadas elecciones y que fue elegido presidente por el Parlamento autonómico tras una negociación para presidir un gobierno de coalición con Ciudadanos. Ese es el funcionamiento normal de la democracia parlamentaria. El presidente no es elegido en las urnas sino en el parlamento.
Sin embargo, parece que Mañueco no se sintió nunca presidente de un gobierno de coalición, que representa a todos los castellanos y leoneses, sino presidente del Partido Popular de Castilla y León; el gobierno de la comunidad es un instrumento más al servicio de los intereses partidistas.
En esta dinámica de pensamiento, disolver el gobierno porque el calendario electoral en Castilla y León beneficia a Pablo Casado, presidente del PP, o porque el calendario interno de congresos regionales perjudicaría a Ayuso, entran dentro de la lógica.
El de Mañueco no es un caso especial o único en la política; va mucho más allá del marco regional y es, quizás, la consecuencia más burda de la creciente polarización y radicalización que vivimos y que ha derivado en una progresiva apropiación partidista, no sólo de las instituciones sino también de las políticas públicas y de los intereses generales. Un verdadero secuestro de la democracia.
España es hoy un país paralizado y atrapado en la polarización creciente de los últimos años. Una polarización que galopa a lomos de la apelación constante a identidades ideológicas y territoriales; que divide a los votantes en bloques y se retroalimenta de mensajes simples apelando a sus emociones, lo que además exime a los partidos de razonar sus actuaciones.
Mañueco no se sintió nunca presidente de un gobierno de coalición, solo presidente del PP de Castilla y León; el gobierno de la comunidad es un instrumento más al servicio de los intereses partidistas"
Esta arrolladora radicalización penaliza los acuerdos y bloquea el proceso legislativo y de reformas que todo país necesita. Desde que Pedro Sánchez decidió -y el PSOE le secundó- convertir en socios del gobierno de la nación a los partidos cuyo objetivo declarado era acabar con ella, el gobierno de España se convirtió en un lugar en el que estar y resistir, no en un lugar desde el que se debe gobernar. La coalición es un fin en sí misma; mantenerla, el objetivo principal de los partidos que la componen: mimarla, como dice la vicepresidenta Yolanda Díaz, aunque el precio que se pague sea la parálisis del país.
La aprobación del decreto ley de la reforma laboral negociada por el gobierno y los agentes sociales es un buen ejemplo de ello. El debate sobre las reformas para nuestro mercado laboral ha quedado sepultado por los posicionamientos políticos de los partidos de la coalición gubernamental, pero también de la oposición.
El tacticismo, el cálculo de qué efectos tendría un voto a favor o en contra de la norma para las expectativas de cada partido, ha sido el único debate existente en los pasados días. Incluso qué réditos partidistas podría tener el hecho de unir sus votos con otras fuerzas reviviendo el “con Rivera no”. La política de bloques exige la oposición del contrario, y en eso el PP de Casado es un aliado siempre fiel. En el No es No, Casado es el mayor sanchista.
En definitiva, Podemos, ERC y Bildu han reclamado la parte de un gobierno que creen que les pertenece. Gabriel Rufián y los demás también creen, como Mañueco, que el gobierno es suyo, y no pueden permitir que el interés general de los ciudadanos les estropee su relato. Si es necesario, se actúa en contra de los intereses de sus propios votantes, en caso de entender que eso beneficia las estrategias partidistas.
La democracia necesita recuperar el debate y rebajar la confrontación. Si los partidos no están muy dispuestos a ello, los ciudadanos pueden marcarles el rumbo con su voto. Si aquellos cuyo único objetivo es la división no obtienen réditos en las urnas, comenzaremos a cambiar esa tendencia. Podríamos ensanchar ese espacio cada vez más reducido entre el adoctrinamiento sectario de Sánchez y la algarada populista de Casado en la que empieza a ser difícil diferenciarle de Vox. Exigir un debate sobre el fondo de una reforma laboral y decidir el voto valorando las consecuencias para el mercado laboral, como ha hecho Ciudadanos, no debería ser un hecho aislado y excepcional, como vimos el jueves en la esperpéntica sesión del Congreso de los diputados, sino el ordinario ejercicio de la política entendida como servicio público.
Creo que la mayoría de la sociedad desea moderación y consenso, y es consciente de que la ausencia de dialogo es letal para la democracia. Como decía, el voto es el instrumento más poderoso para transformar la dinámica sectaria y populista por la que se desliza la política. Por eso hoy nuestro voto no es solo el ejercicio de un derecho, sino la mejor arma para defender la democracia liberal: la democracia en la que es posible manifestar las diferencias ideológicas como ciudadanos libres, y no como miembros de bandos identitarios.
Cuando se cierran las urnas, el mejor mensaje que pueden recibir algunos políticos que se creen que los gobiernos son suyos es recordarles que los votos y la democracia son de todos.
Soraya Rodríguez es eurodiputada del Parlamento europeo en la delegación de Ciudadanos
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